Hace unos tres
años, la multinacional sueca IKEA lanzó una campaña publicitaria con el lema “Bienvenido a la República Independiente de tu Casa”. Fue un éxito en España. Muchos elogiaron la habilidad de los creativos
de la empresa para conectar con el espíritu levantisco e independentista de los
españoles en general y de algunos españoles en particular. Pero, más allá de
estas connotaciones políticas, el eslogan apuntaba a la tendencia a hacer del
propio hogar, o aun del propio cuarto, un refugio.
Muchos dicen que cada vez
somos más individualistas. Puede ser. Recuerdo que hace años, cuando uno
viajaba en avión era normal entablar conversación con los compañeros de butaca.
Todavía conservo un amigo fruto de una animada charla en un vuelo Roma-Hong
Kong de Cathay Pacific. En los últimos
años esta práctica se ha vuelto casi imposible. La mayoría de los pasajeros se
cala sus auriculares y se aísla con su música y sus películas. A lo más que se
puede aspirar es a un saludo de cortesía. A esto se le suele llamar solipsismo,
individualismo, etc. Pero, ¿y si fuera el síntoma de algo diferente, de la
necesidad de asegurar un mínimo de privacidad en una sociedad hipercontrolada? ¿Y
si fuera, en el fondo, una medida higiénica para no ser víctimas de la
manipulación?
Cuando leí 1984 de George Orwell me
costaba creer que pudiéramos llegar a una sociedad como la que él describía en
su novela. Hoy ya no me cabe duda de que todos nosotros somos un código al que
se asocian miles de datos: desde los que figuran en el pasaporte o en la
tarjeta sanitaria hasta nuestros correos electrónicos, mensajes en las redes
sociales, llamadas telefónicas, etc. No somos conscientes de esta vigilancia
extrema, pero sentimos su agobio. Quizá por eso –aunque no solo– buscamos
espacios y tiempos en los cuales no tengamos que depender de nadie, en los que
podamos organizarnos con libertad. No es que los demás sean excluidos, pero sí
seleccionados.
El “Bienvenido a la República Independiente de mi Casa” es, en
el fondo, un grito de rebeldía frente a la sociedad del control. Nos espían el fisco, Google, la policía, nuestra compañía telefónica, el banco, las cámaras
de seguridad viarias… Necesitamos, al menos, un lugar en el que podamos bajar
la guardia sin tener que dar cuentas a nadie.
Por desgracia,
muchas personas se imaginan también a Dios como el Gran Hermano que controla todos nuestros movimientos con cámaras
ocultas instaladas en todos los rincones de nuestra vida. En el fondo la
existencia no sería más que un programa gigantesco que sigue las pautas de las
innumerables versiones del Big Brother
que inundan las televisiones del mundo.
¿Quién puede sentirse tranquilo y
confiado con un Dios concebido de esta manera? Pero lo que Jesús nos revela no
tiene nada que ver con estas imágenes. Su Dios-Abbá está cerca sin agobiar, nos
quiere promoviendo nuestra libertad. El evangelio de Juan pone en labios de
Jesús una frase que desmonta todas las imágenes de un Dios controlador, enemigo
de la vida: “Yo he venido para que tengan
vida y la tengan en abundancia” (Jn 10,10).
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