domingo, 4 de junio de 2023

Somos una Trinidad diminutiva


Ayer por la mañana viví una experiencia que no había vivido nunca. Acompañado por Pablo, el actual superior de mi comunidad, nos dirigimos en coche hasta el crematorio del cementerio La Almudena. Enfilamos el trozo soterrado de la M-30 hasta conectar con la carretera que nos llevó directamente a un lugar bien urbanizado y soleado. Presentados los documentos de rigor, recogimos la urna negra que contiene las cenizas de nuestro hermano Manuel Jesús fallecido el pasado martes. Todo discurrió con amabilidad, corrección y rapidez. En pocos minutos, estábamos de vuelta a casa, esta vez atravesando el centro de la ciudad. Dentro de unos días depositaremos la urna en el columbario de la parroquia del Inmaculado Corazón de María de Madrid. Confieso que, al ser la primera vez que vivía una experiencia de este tipo, iba con un poco de aprensión.

La verdad es que viví todo el proceso con una gran paz interior. En algún momento recordé el conocido soneto de Quevedo. Se me hicieron muy evidentes los versos finales: “Su cuerpo dejará, no su cuidado; / serán ceniza, mas tendrá sentido; / polvo serán, mas polvo enamorado”. Las cenizas son solo un modesto recordatorio de la historia de un amor. El cuerpo de Manuel, pulverizado y jibarizado hasta el punto de caber en una pequeña urna, ha sido un cuerpo enamorado de Jesús a quien consagró su vida, un templo del Espíritu Santo: “¿Acaso no sabéis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, que habita en vosotros y habéis recibido de Dios?” (1 Cor 6,19). Pero no solo eso. La Palabra de Dios también nos recuerda que “ahora somos hijos de Dios y aún no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que, cuando él se manifieste, seremos semejantes a él, porque lo veremos tal cual es” (1 Jn 3,2).


¿Es posible ver a Dios “tal cual es” cuando en el prólogo del Evangelio de Juan se nos dice que “a Dios nadie lo ha visto jamás” (Jn 1,18)? Sí, es posible de alguna manera. El mismo prólogo nos ofrece la respuesta: “Dios unigénito, que está en el seno del Padre, es quien lo ha dado a conocer”. Solo el Hijo Jesucristo nos revela a Dios como Padre. Y solo a través del Espíritu Santo podemos reconocer a Jesús como el Cristo, proclamarlo como Señor (cf. 1 Cor 12,3). Mi hermano Manuel Jesús, reducido ahora a cenizas en su cuerpo mortal, vivió esta profunda e inconmensurable experiencia de fe. Solo desde ella puedo contemplar la urna negra que contiene sus restos sin experimentar un desagarro interior, una desesperación infinita o una tristeza sin consuelo. 

Lo que él vivió como dinámica de su vida, lo que todos nosotros vivimos también, es precisamente lo que la Iglesia celebra solemnemente en este domingo de la Santísima Trinidad. Hace ya años que no pierdo el tiempo en especulaciones lógicas que distraen la mente, pero dejan el corazón frío. Prefiero dejarme guiar por la luz de la Palabra de Dios y, desde ella y desde la experiencia de los místicos, iluminar el misterio de la trinidad diminutiva que somos cada uno de los seres humanos. Si hemos sido hechos “a imagen y semejanza de Dios” (cf. Gn 1,26), entonces la exploración maravillada de nuestro misterio personal nos permite descubrir en nosotros la huella del Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo. Somos “algo más” que una compleja composición de seis elementos como el oxígeno, el carbono, el hidrógeno, el nitrógeno, el calcio y el fósforo.


Como el salmista, también nosotros, al contemplar el desmoronamiento producido por la muerte, suplicamos: “Señor, tu misericordia es eterna, no abandones la obra de tus manos” (Sal 137,8). Estamos seguros de que Dios no abandona a ninguna de sus criaturas porque somos sus hijos, redimidos por la sangre de Cristo, habitados por el Espíritu. Los hijos creados (Padre), redimidos (Cristo) y santificados (Espíritu) no somos carne de aniquilación, sino “un linaje elegido, un sacerdocio real, una nación santa, un pueblo adquirido por Dios” (1 Pe 2,9). Conscientes de nuestra dignidad, agradecidos por el don de la vida divina, toda nuestra existencia se convierte en una alabanza al Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo. 

Los cristianos somos cantores alegres de la Trinidad de Dios y cuidadores amorosos de esa trinidad diminutiva que es cada ser humano. Jamás tendríamos que avergonzarnos de confesar a ese Dios que Jesús nos ha revelado y que el Espíritu nos hace descubrir en nuestro interior, en la Iglesia y en el mundo. Por eso, es saludable que hagamos todas las cosas -incluso visiblemente- “en el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu”. Así comenzamos las celebraciones litúrgicas (empezando por la Eucaristía) y, en el fondo, así tendríamos que comenzar cualquier actividad humana. Es hermoso recordarlo y agradecerlo en un día como hoy.

1 comentario:

  1. Gracias Gonzalo, por toda la relación que haces, que lleva a la oración, entre la fiesta de la Santísima Trinidad, la muerte, cremación y cenizas de Manuel Jesús, que me ha ayudado a revivir desde otra perspectiva lo que vivimos, hace ya dos años, con la muerte de mi sobrino… Ocurre todo tan rápido. A las tres y media estaba velando su cuerpo, me despedí, seguidamente la celebración de despedida, dejándolo en manos de Dios, y a las seis de la tarde, después de asistir en el proceso de cremación, ya era un montón de cenizas. Experimenté una sensación de vacío y de plenitud a la vez.
    Gracias por la seguridad que aportas.

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