Desde hace una semana, la noticia estrella en España ha sido la erupción del volcán Cumbre Vieja en la isla canaria de La Palma. Todos los medios siguen su evolución al minuto. La lava va engullendo todo cuanto encuentra a su paso. Muchas personas han perdido sus casas y sus fincas de trabajo. La solidaridad se ha disparado, pero el dolor por la pérdida es siempre personal. Ayer por la noche fue noticia el derribo de la torre de la iglesia de Todoque. No se produjo el esperado milagro. La iglesia corrió la misma suerte que las casas de los vecinos.
¿Es esta una poderosa imagen simbólica de lo que estamos viviendo hoy en el mundo? Estamos rodeados de volcanes. Nos vemos asediados por coladas que amenazan con engullirnos. Algunas son de vieja data, como la injusticia, pobreza y la corrupción. Otras son muy recientes, como la pandemia que llevamos padeciendo desde hace casi dos años. Las hay sutiles y devastadoras, como la que pretende convencernos de que no merece la pena creer en un Dios que no existe. Frente a estas embestidas, muchos creyentes de buena fe se refugian en la torre de la iglesia; es decir, en la seguridad que les proporciona una institución multisecular que ha pasado por otras muchas pruebas a lo largo de la historia. Pero ¿qué pasaría si esta torre fuera también derribada por la lava incandescente de la posmodernidad?
Los cristianos no olvidamos la promesa de Cristo: “Yo te digo: tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y el poder del abismo no la hará perecer” (Mt 16,18). ¿En qué consiste este “poder del abismo”? En muchos países europeos y americanos la confianza de la gente en la Iglesia registra mínimos históricos. La cadena de escándalos protagonizados por obispos, sacerdotes y religiosos ha minado su credibilidad. Pero, incluso en los lugares donde todavía conserva una buena imagen, se la ve más como una poderosa organización social que como una comunidad de creyentes.
¿Qué va a suceder en los próximos años? ¿Arrastrará también la lava de la historia la torre de una institución construida sobre la roca de la fe en el Cristo? ¿Se producirá el “milagro” de la supervivencia o correrá la misma suerte que otras muchas instituciones en descrédito? Creo que a nuestra comunidad eclesial le sucederá −le está sucediendo siempre a lo largo de la historia− lo mismo que a su Señor: padecerá, morirá y resucitará. La Iglesia está sometida a constantes embestidas. Algunas vienen de fuera, pero las más peligrosas provienen de su interior. Están provocadas por las infidelidades de quienes somos sus miembros. Es cierto que los escándalos de los eclesiásticos resultan más llamativos y desestabilizadores, pero todos, en una medida u otra, contribuimos a su descrédito. No estamos a la altura de lo que decimos profesar. Una cierta forma histórica de ser Iglesia morirá. Pero eso no significará ni mucho menos el final de la comunidad de Jesús.
De la lava de la historia surgirán nuevas formas de ser Iglesia. El “poder del abismo” (es decir, el mal en todas sus manifestaciones) no es tan poderoso como el Espíritu de Jesús. Nuestra fe hunde sus raíces en esta profunda convicción. La historia humana está “infectada” de resurrección. Dos mil años de andadura nos ayudan a comprender que, tras muchas caídas, la torre de la Iglesia ha sido reedificada con nuevas y audaces formas. Para quienes se fijan solo en las leyes que rigen las instituciones humanas, este discurso resulta incomprensible. Los grandes imperios suelen durar un máximo de 250 años. Lo que ocurre es que la Iglesia no es un imperio sujeto a los vaivenes humanos, expuesto a los volcanes de la historia. Es un acontecimiento del Espíritu que está continuamente sucediendo.
Nacer, padecer, morir y resucitar es una dinámica de vida. Cuando nos es dado comprender esta lógica, no perdemos nunca la esperanza. La torre puede ser engullida por la lava, las olas pueden amenazar la estabilidad de la barca, pero el Señor nunca va a retirar su Espíritu. Solo basados en esta esperanza podemos reemprender cada mañana nuestro camino con serenidad y alegría. Está bien que leamos algunas previsiones estadísticas o que escuchemos las voces de los agoreros que llevan prediciendo el final de la Iglesia desde hace siglos, pero es más importante que nos alimentemos con la energía de la Palabra de Dios. Es la única realidad que permanece para siempre. Los hombres y mujeres de la Palabra son quienes más nos ayudan a mantenernos firmes en tiempos de inseguridad porque son siempre los centinelas del futuro de Dios. Al mismo tiempo, son ellos y ellas quienes nos invitan a una continua transformación.
Marvillosa reflexión. Me ha impesionado tanto o más que la caída del campanario. Pero con esperanza.
ResponderEliminarGracias
¡Puede sugerirnos tantas cosas este volcán!
Nos pone en evidencia el sufrimiento de la humanidad… Alguien decía: “toda una vida se va a pique en unos minutos”… Hay la parte humana que ha despertado mucha solidaridad y me pregunto si “esta chispa” de solidaridad que llevamos dentro ¿no nos habla de un Dios que como dices nos lleva a pasar, como Jesús, por el padecimiento, muerte y resurrección?
Me lleva a reflexionar sobre lo que nos dice el evangelio de Mateo: “… no acumulen para sí tesoros en la tierra… Más bien, acumulen para sí tesoros en el cielo…” Cuando se pierde todo, aunque cueste reconocerlo, solo Dios permanece.
Se vive la sensación de que todo se derrumba… La pandemia nos ha cambiado la vida que teníamos, en todo y la Iglesia no es una excepción. El pueblo, en general, aunque siempre hay la excepción, no acabamos de tener conciencia de que “somos Iglesia”…
Gracias por los mensajes que nos ayudan a encontrar el centro en estos momentos tan convulsivos. Entre ellos destaco:
Nacer, padecer, morir y resucitar es una dinámica de vida. Cuando nos es dado comprender esta lógica, “no perdemos nunca la esperanza”.
La torre puede ser engullida por la lava, las olas pueden amenazar la estabilidad de la barca, pero “el Señor nunca va a retirar su Espíritu”.
“… es más importante que nos alimentemos con la energía de la Palabra de Dios”. Es la única realidad que permanece para siempre.
Gracias Gonzalo por la esperanza que intentas transmitir, muy necesaria en estos momentos.