Ayer por la tarde estuve preparando la iglesia parroquial de Vinuesa para las celebraciones de esta solemnidad de la Asunción de la Virgen María. Fue un trabajo de equipo, junto con algunos miembros de las cofradías y el alcalde del pueblo. En una
hora colocamos puntos adhesivos de colores sobre los bancos para indicar dónde
deben sentarse los fieles, añadimos unas 50 sillas en las naves laterales,
desinfectamos los bancos, colocamos los hidrogeles a la entrada y pusimos la cartelería
en puertas y paredes con las indicaciones pertinentes para que las misas de hoy se
celebren con las medidas de seguridad recomendadas por las autoridades
sanitarias. Aunque este año se han suprimido las fiestas patronales, es
previsible que participe mucha gente en las tres Eucaristías programadas.
A la vista de tantas medidas de seguridad, casi dan ganas de cambiar el título de Virgen del Pino por el de Virgen de la pandemia. Los que caminamos descorazonados por este valle de lágrimas necesitamos que la Palabra de Dios nos recuerde que “la mujer huyó al desierto, donde tiene un lugar reservado por Dios”. Para los cristianos que leían el libro del Apocalipsis a finales del siglo I era claro que “esta mujer” es la comunidad cristiana perseguida por las fuerzas hostiles que se oponen a Dios, simbolizadas por el “dragón rojo”. Estas fuerzas son perfectas en el diseño del mal (tienen siete cabezas); son poderosas, pero no invencibles (tienen diez cuernos); reciben todos los honores y premios (tienen siete coronas). Estas estructuras malignas se oponen al niño desde el día de su nacimiento; es decir, luchan contra la presencia del Cristo resucitado en nuestro mundo.
A la vista de tantas medidas de seguridad, casi dan ganas de cambiar el título de Virgen del Pino por el de Virgen de la pandemia. Los que caminamos descorazonados por este valle de lágrimas necesitamos que la Palabra de Dios nos recuerde que “la mujer huyó al desierto, donde tiene un lugar reservado por Dios”. Para los cristianos que leían el libro del Apocalipsis a finales del siglo I era claro que “esta mujer” es la comunidad cristiana perseguida por las fuerzas hostiles que se oponen a Dios, simbolizadas por el “dragón rojo”. Estas fuerzas son perfectas en el diseño del mal (tienen siete cabezas); son poderosas, pero no invencibles (tienen diez cuernos); reciben todos los honores y premios (tienen siete coronas). Estas estructuras malignas se oponen al niño desde el día de su nacimiento; es decir, luchan contra la presencia del Cristo resucitado en nuestro mundo.
No estoy tan
seguro de que lo que era claro para los cristianos perseguidos de finales del siglo
I siga siéndolo para nosotros, poco familiarizados con los símbolos bíblicos. Y,
sin embargo, el mensaje es nítido: la comunidad cristiana sigue engendrando a
Cristo en medio de persecuciones, deserciones e infidelidades. Prolonga en el
tiempo la maternidad de la joven de Nazaret, la madre de Jesús, que, por haberlo
concebido en su corazón antes que en su vientre, pudo recibir el piropo de su
pariente Isabel: “Dichosa tú, que has creído, porque lo que te ha dicho el
Señor se cumplirá” (Lc 1,). María aparece como una mujer creyente que canta
la grandeza de Dios. Como contrapunto a las siete cabezas del dragón, María
reconoce las siete grandes acciones de Dios en la historia humana: “Él hace
proezas con su brazo: dispersa a los soberbios de corazón, derriba del trono a
los poderosos y enaltece a los humildes, a los hambrientos los colma de bienes
y a los ricos los despide vacíos. Auxilia a Israel, su siervo, acordándose de
la misericordia –como lo había prometido a nuestros padres– en favor de Abrahán
y su descendencia por siempre” (Lc 1,54-56). Este Dios es siempre
fuente de alegría y de consuelo en medio de las pruebas de la vida. Recordarlo cuando
atravesamos el valle de lágrimas nos ayuda a no perder la esperanza porque Él
siempre se acuerda de su misericordia.
La Iglesia nos
propone estos fragmentos de la Palabra de Dios en la solemnidad de la Asunción
de la Virgen María, dogma declarado por Pío XII en 1950, cinco años después del final de la terrible Segunda Guerra Mundial. Es como si, contemplando el destino de María, la Iglesia quisiera confortarnos con la fuerza de la esperanza después de haber experimentado
la bajada a los infiernos de la crueldad y la muerte. La Asunción es el reverso de Auschwitz. También nosotros, hijos
de la mujer, estamos llamados a la resurrección y a la plena comunión con Dios
porque “Cristo tiene que reinar hasta que Dios haga de sus enemigos estrado
de sus pies. El último enemigo aniquilado será la muerte. Porque Dios ha
sometido todo bajo sus pies” (1 Cor 15,26-27). Si siempre necesitamos este
mensaje, en los tiempos de la pandemia se hace imprescindible para no sucumbir
a la desesperación. La contemplación de María asunta al mundo de Dios anticipa
nuestro destino definitivo. Igual que ella ha participado del triunfo de Cristo
sobre la muerte, también nosotros estamos llamados a esa plenitud si -como ella-
creemos que lo que nos ha dicho el Señor se cumplirá.
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