Siempre me ha llamado la atención que en el tercer día de las fiestas patronales de mi pueblo se celebre una Eucaristía por los difuntos. No es un caso único. Esta práctica
es común en otros muchos pueblos. Me parece una afirmación inequívoca del misterio de la “comunión
de los santos”. Entre los vivos y los difuntos no hay un muro infranqueable,
sino una comunión que permite el intercambio de dones. Creo que este es el
fundamento de la oración por los difuntos. Desde hace tiempo, sin embargo, este
aspecto sustancial se ha ido desdibujando a medida que se abrían paso las categorías
“memoria” y “homenaje”. Se ha hecho muy frecuente en los últimos años hablar de
una misa en homenaje a las víctimas de una catástrofe o un atentado. O de una
misa en memoria de una determinada persona o grupo de personas. Recordar y homenajear son
actividades humanas dignas. Nada impide que recordemos con gratitud a las personas
que han sido significativas para nosotros o que homenajeemos a aquellas que, a
nuestro criterio, han reunido méritos para ello. De hecho, el pasado 16 de
julio, el gobierno español realizó un homenaje de Estado a las víctimas de la COVID-19 y al personal que estuvo en primera línea de combate contra la
enfermedad. Continuamente se están celebrando ceremonias de este tipo en el ámbito secular. Hoy mismo se celebrará también algún tipo de homenaje a las víctimas del atentado terrorista que tuvo lugar en Barcelona hace tres años.
Una Eucaristía
por los difuntos tiene otro sentido. Es obvio que también en ella “recordamos” (pasamos por el corazón) a nuestros difuntos y, en cierto sentido, los homenajeamos al rescatarlos del
olvido, pero lo esencial tiene que ver con el misterio pascual. En la oración por
los difuntos incluida en la plegaria eucarística III se expresa muy bien el
sentido de este recuerdo: “Recuerda a tu hijo (hija) N., a quien llamaste
(hoy) de este mundo a tu presencia: concédele que, así como ha compartido ya la
muerte de Jesucristo, comparta también con él la gloria de la resurrección, cuando
Cristo haga resurgir de la tierra a los muertos, y transforme nuestro cuerpo
frágil en cuerpo glorioso como el suyo”. Lo esencial es pedirle a Dios que
nuestros hermanos difuntos, incorporados al misterio pascual de Cristo, compartan con él la muerte y la resurrección para gozar de la vida plena en
Dios. Damos gracias a Dios por sus vidas marcadas por el Bautismo, le pedimos
que perdone sus pecados y que los acoja como Padre misericordioso. La dimensión
cristiana de la
oración por los difuntos va mucho más allá de un entrañable recuerdo
familiar o de un correcto homenaje social. No se trata de hacer algo “emotivo”
(como a veces se demanda), sino de algo “significativo” que responda a nuestra
vocación cristiana y al sentido de la vida que nos ofrece la fe.
Las películas norteamericanas
no ayudan mucho a caminar en esta dirección. Cuando la gente ve que en algunas
ceremonias protestantes se coloca la foto del difunto, se multiplican los discursos
de recuerdo y homenaje y se prodigan los números musicales, pretende que en las Eucaristías
católicas se haga algo semejante, olvidando que la Eucaristía no es un servicio
fúnebre al estilo americano y mucho menos un festival o un panegírico. En Latinoamérica
se va imponiendo la categoría “pascua” para referirse a la muerte de una
persona. A mí me gusta porque refleja bien que, desde el punto de vista
cristiano, la muerte es un “paso” de esta vida terrena a la vida definitiva en
Dios. Quizá se oscurece un aspecto que forma parte de la dogmática católica y
que muchos teólogos y pastores esquivan con frecuencia: el necesario proceso de
purificación y preparación para el encuentro definitivo con Dios y el sentido
profundo que tiene la oración de quienes formamos con nuestros hermanos
difuntos “la comunión de los santos”. Hoy se ha convertido en práctica común
considerar que todo el que muere pasa automáticamente a gozar de la vida
eterna. No sé si esto pertenece al sensus fidelium que la Iglesia reconocerá
un día como acción del Espíritu Santo en la conciencia de los fieles o, más bien,
es una de esas suaves herejías que cada tiempo va fabricando. Por mi
parte, me atengo a la fe de la Iglesia, tal como la formula el Catecismo de
la Iglesia Católica (nn. 1020-1065), abierto siempre al ejercicio de un sano
discernimiento.
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