El sábado recibí un guasap (¿o era WhatsApp?) en el que un joven amigo mío
me comunicaba que iba a ser padre de un niño dentro de cinco meses. A la
noticia la calificaba de “formidable” al principio y de “estupenda” al final.
La primera acepción de “formidable” registrada por el Diccionario de la RAE es “muy
temible y que infunde asombro y miedo”. Por eso, es un adjetivo que solemos aplicar a
las tormentas. Dudo mucho de que mi amigo quisiera darle este sentido. El término
“estupendo” significa “admirable, asombroso, pasmoso” y también “muy bueno”. Combinando
ambos adjetivos –formidable y estupendo– saco la conclusión de que mi amigo
acoge la noticia de su próxima paternidad con asombro, admiración, alegría y un poco de pasmo. Por si hubiera
alguna duda, añade: “La paternidad se me plantea como una nueva aventura vital.
Espero estar a la altura”. Por una
parte, el hecho de ser padre es algo que uno decide, el fruto de una opción libre y compartida. No se trata de un
accidente o de un error, aunque pueda haber casos en los cuales se
vive así. Pero, por otra, toda paternidad es una realidad sobrevenida que
excede con mucho los límites de cualquier ser humano. Es mucho más que un proceso
bioquímico o psicológico. Uno nunca sabe ser padre a cabalidad. Padre, lo que se dice padre, solo hay uno. Jesús nos lo advirtió: “No llaméis a nadie padre vuestro en la tierra, porque uno es vuestro Padre que está en los cielos” (Mt 23,9). Por eso, entiendo muy bien cuando mi amigo
escribe que espera estar a la altura. En el fondo, toda paternidad es un acto creador que prolonga la creación y paternidad de Dios.
Recuerdo que hace años, otro amigo, a quien había casado unos meses antes, me confesó que, cuando sostuvo en sus manos a su primer hijo recién nacido, pensó: “Este hijo es mío, pero es mucho más que mío. En cierto sentido, no me pertenece, me ha sido regalado”. Toda paternidad nos eleva a una dimensión trascendente. Me vienen a la mente los versos de un himno litúrgico: “Y tú te regocijas, oh Dios, y Tú prolongas / en sus pequeñas manos tus manos poderosas. / Y estáis de cuerpo entero los dos así creando, / los dos así velando por las cosas”. Ese “estar de cuerpo entero los dos así creando” es una bellísima metáfora de la co-creación que supone toda paternidad –y maternidad– humana.
Recuerdo que hace años, otro amigo, a quien había casado unos meses antes, me confesó que, cuando sostuvo en sus manos a su primer hijo recién nacido, pensó: “Este hijo es mío, pero es mucho más que mío. En cierto sentido, no me pertenece, me ha sido regalado”. Toda paternidad nos eleva a una dimensión trascendente. Me vienen a la mente los versos de un himno litúrgico: “Y tú te regocijas, oh Dios, y Tú prolongas / en sus pequeñas manos tus manos poderosas. / Y estáis de cuerpo entero los dos así creando, / los dos así velando por las cosas”. Ese “estar de cuerpo entero los dos así creando” es una bellísima metáfora de la co-creación que supone toda paternidad –y maternidad– humana.
Sé que hoy no es
nada fácil ser padre. Hay parejas jóvenes a las que les aterra traer un hijo a
este mundo. Por una parte, les parece una responsabilidad superlativa; por
otra, temen insertarlos en una sociedad que camina hacia la autodestrucción. Entiendo
ambos temores, pero me parecen exagerados. Es evidente que ser padres significa
hacerse cargo de los hijos y que esto exige cariño,
cuidado, tiempo y recursos económicos. Hay que saber responder, “estar a la altura” de la
misión recibida, como decía mi amigo. Es probable que no todos los hombres y
mujeres estén llamados a ejercer la paternidad y la maternidad. Se requiere un mínimo de consciencia y responsabilidad.
Pero también es verdad que esta “aventura vital” saca de las personas lo mejor
de sí mismas, les hace descubrir valores y capacidades latentes. He conocido algunos
casos de padres jóvenes que han madurado mucho al tener que asumir el cuidado
de sus hijos. Han vivido un verdadero proceso de transformación, por más que nunca sea aconsejable tener hijos solo para resolver problemas de inmadurez personal, como si los hijos fueran una especie de mini-terapeutas de sus progenitores. Ser padres no es, pues, una misión imposible, aunque hoy las circunstancias
(trabajo extradoméstico de ambos progenitores, aislamiento familiar, necesidades sobrevenidas) compliquen bastante su ejercicio. Con esfuerzo, buena organización, algunas ayudas externas (familiares y sociales) y, sobre todo, mucho amor y buen humor, es posible salir adelante. Lo testimonian millones de familias en todo el mundo.
Respecto del
futuro del mundo, es mejor no hacer predicciones. No sabemos lo que va a dar de
sí este siglo XXI. El XX comenzó con el optimismo de la belle époque y, en poco tiempo, generó dos terribles guerras
mundiales, crueles regímenes dictatoriales y un sinfín de problemas. El XXI comenzó con la masacre
del 11-S, pero puede alumbrar mejoras que ni siquiera imaginamos. No hay edades
doradas. Cada tiempo tiene desafíos, posibilidades y limitaciones. Tenemos que
prepararnos para vivir el nuestro y adiestrar a los hijos para que vivan el
suyo. Tampoco ésta es una misión imposible, por más que a veces se tiña de
negro pesimismo. Hay que creer en la fuerza de la vida o, por decirlo en términos
creyentes, en el Espíritu de Dios que va guiando la historia, llevándola a su
plenitud. En principio, cualquier tiempo futuro será mejor. Desde esta confianza, felicito a mi joven
amigo, que será padre por primera vez en el mes de febrero, a otros amigos que
serán padres por cuarta vez dentro de unos días y a cuantos viven con gratitud,
alegría y responsabilidad la misión de ser padres y madres; es decir, de
prolongar la paternidad y maternidad de Dios en nuestro mundo. De su manera de
ejercerla dependerá, en buena medida, que nuestro mundo sea un poco mejor.
Gracias, Gonzalo. Puedo compartir que, haber sido padre de tres hijas me ha permitido entrar un poco en la comprensión vital del Amor de Dios Padre y Madre, asomarme a la profundidad de las tres palabras bíblicas que expresan la misericordia de Dios: hanan, hesed y, sobre todo, rahamim: amor desde las entrañas, que me acerca también a la comprensión de ese "corazón de madre" de Claret. Buena semana
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