Después de cuatro meses por tierras de Sri Lanka, India, Brasil y España, he regresado a Roma. Si no
hay contratiempos, pasaré varias semanas en mi comunidad para que no se me
olvide que pertenezco a ella y pueda digerir las muchas experiencias vividas
durante los últimos 120 días. Quienes nos movemos mucho estamos deseando volver
a casa. Quienes permanecen siempre en el mismo lugar sueñan con hacer algún viaje.
En ambos casos, con intensidades diversas, expresamos la dinámica de la vida
humana. Necesitamos un centro sobre el que fundamentar lo que somos.
Necesitamos igualmente movernos, expandirnos, para entrar en relación con otras
realidades y enriquecernos mutuamente. San Antonio María Claret se sirvió en
varias ocasiones de la imagen del compás para expresar esta combinación. En los
propósitos que siguieron a los ejercicios espirituales de 1865, escribió lacónicamente:
“Símil del compás. Una punta está fija en el punto y la otra describe el
círculo, símbolo de la perfección”. Al año siguiente, en 1866, explicitó un poco
más la comparación: “Me figuraré que mi alma y mi cuerpo son como las dos puntas
de un compás, y que mi alma, como una punta, está fija en Jesús, que es mi
centro, y que mi cuerpo, como la otra punta del compás, está describiendo el
círculo de mis atribuciones y obligaciones con toda perfección, ya que el
círculo es símbolo de la perfección en la tierra y de la eternidad en el cielo”.
Creo que desde las clases
de dibujo en mis años de bachillerato no he vuelto a usar regularmente un
compás. Es un instrumento que parece de otra época. Pero me gusta la aplicación
que Claret hace a la dinámica de la vida espiritual. Ilumina lo que hoy
vivimos. ¿Qué pasa cuando uno quiere dibujar un círculo a mano alzada? ¡Que el
resultado suele ser una figura que se parece más a un huevo ovalado que a un verdadero círculo! Para
trazar un círculo perfecto se necesita un compás o, al menos, un punto de
anclaje en la superficie sobre la que deslizamos el lápiz o el bolígrafo. La
técnica del compás consiste en fijar una punta y hacer que la otra gire sobre un eje. El
resultado es siempre un círculo perfecto, más o menos grande según la punta
móvil se acerque o se aleje del centro. El círculo es -como señalaba Claret- un
símbolo de perfección. De hecho, cuando una cosa nos sale bien, solemos decir: “Me
ha quedado redonda”. Redondear algo (un discurso, una obra artística) significa
acabar bien un trabajo, rematarlo a cabalidad.
Me parece que muchos de
los problemas que hoy tenemos de dispersión, confusión y nerviosismo se deben a
que queremos dibujar el círculo de nuestra vida a mano alzada, a tientas, sin
fijar una punta del compás de nuestra existencia en un centro estable. Nos
parece que podemos movernos con libertad. Cualquier referencia objetiva la juzgamos una atadura intolerable, algo que entorpece nuestra espontaneidad. La modernidad europea ha considerado que, sin las ataduras de la fe en Dios, la sociedad podría alcanzar la plena realización de los ideales humanos. El
resultado de esta desvinculación del centro no está siendo una vida plena, sino en muchos casos un garabato que a duras penas expresa algo
con sentido y que nos hace naufragar en un mar de contradicciones. Los educadores expertos suelen decir que, si los padres no ofrecen
valores objetivos a sus hijos y les fijan algunos límites insuperables, los
hijos no maduran, sino que se convierten en pequeños dictadores crueles y caprichosos.
No hay círculo perfecto sin una punta del compás fija en el centro y sin la
otra girando libremente.
Creo que si mi vida
misionera (abierta a tantas personas, lugares y experiencias) no naufraga en el
mar de la dispersión es porque mi centro es Dios mismo. O eso es lo que quiero. Por decirlo con
palabras del apóstol Pablo, en Él “vivo,
me muevo y existo” (cf. Hch 17,28). Porque soy del Señor, soy también señor
de mi propia vida. Lutero jugaba con una expresión latina que condensa en solo cinco
palabras esta dinámica de pertenencia y libertad: Domini sumus, ergo domini sumus. Es decir, “somos del Señor, luego
somos señores”. Ser del Señor significa que una punta del compás de nuestra
vida está fuertemente anclada en Él, que sabemos de dónde venimos, a quién pertenecemos,
quién nos sostiene. Ser señores significa que la otra punta se
puede mover libremente en el ejercicio de nuestra autonomía humana. No hay contradicción
entre pertenencia y libertad. Ambas se necesitan y se complementan. Cuanto más sabemos a quién pertenecemos, dónde está nuestro centro y fundamento, más libres podemos ser. El resultado de esta interacción es un círculo
perfecto, una vida con sentido. Sin el anclaje en Dios, lo que sale suele ser un garabato
feo e insignificante. Todo depende, pues, de nuestra decisión de dibujar el
círculo de nuestra vida a mano alzada o con el compás que el Espíritu nos
regala.
MUY BIEN
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