El fin de semana pasado, un lector habitual del Rincón, me hizo llegar, a través de mi cuenta de Facebook, un artículo
muy crítico en relación con el reciente
acuerdo entre el Vaticano y el gobierno chino para el nombramiento de
obispos. Habla directamente de traición a los católicos chinos. Son palabras
fuertes, no exentas de cierto fundamento. Pero creo que, para emitir un juicio
objetivo, es preciso conocer bien la historia de encuentros –y, sobre todo,
desencuentros– entre China y el Vaticano en los dos
últimos siglos. No soy un especialista en la materia, aunque he tenido que
acercarme a este asunto en diversas ocasiones. Reconozco que se me escapan
muchos matices. Incluso quienes han vivido o viven en China no siempre tienen
una opinión clara y tajante. Como en tantos otros asuntos de la vida, hay en juego dos
valores que hay que salvaguardar: por una parte, el testimonio inestimable del
sufrimiento y el martirio de tantos católicos fieles a Roma que nunca han
querido plegarse al control del gobierno comunista chino en los últimos 70
años; por otra, la necesidad de encontrar una solución a la división sangrante
entre la llamada Iglesia patriótica (controlada por el gobierno) y la Iglesia clandestina (reacia a toda dependencia).
Reconocer a la
Iglesia patriótica y, por tanto, legitimar a los obispos válida pero ilícitamente
ordenados sin el consentimiento del Papa, suena a una bofetada en las mejillas
de tantos millones de católicos que, en condiciones durísimas, se han mantenido
fieles a Roma y no han permitido que el gobierno chino manejase la vida de la
Iglesia. Entre ellos ha habido mártires. No se puede olvidar la sangre
derramada. Es, pues, comprensible que el obispo emérito de Hong Kong, Joseph Zen Ze-kiun,
que siempre ha liderado la oposición de la Iglesia china al gobierno comunista,
se oponga al reciente acuerdo. No conviene despreciar sus razones porque,
detrás de ellas, hay mucho sufrimiento y muchas historias de fidelidad. Pero,
por otra parte, de no hacer un esfuerzo de apertura, se corre el riesgo de
crear dos Iglesias paralelas (la clandestina y la patriótica) y de ahondar una
herida que, además de acarrear dolor, es un escándalo para la credibilidad de
los discípulos de Jesús y para el fruto de la acción evangelizadora. Ambas
posturas tienen su parte de verdad. Se requiere paciencia, comprensión por ambas partes y un
deseo sincero de superar los enfrentamientos del pasado para construir juntos
una comunidad reconciliada. Sin olvidar el pasado, la atención tiene que centrarse
en el futuro común y en el desafío de la evangelización de ese inmenso país asiático.
Lo que está
sucediendo en China se parece mucho a lo que sucede en otras partes del mundo.
¿Cómo sentar a la misma mesa eucarística a un cristiano perteneciente a las
FARC colombianas y a un soldado del ejército nacional que han estado luchando
durante años? ¿Cómo sentirse miembros de la misma comunidad de Jesús un excombatiente
de la ETA vasca y el hijo de un guardia civil asesinado por la banda
terrorista? ¿Hay espacio para que se den la mano un miembro del IRA irlandés y
un protestante probritánico? Cada vez que tenemos que afrontar procesos de
reconciliación nos enfrentamos al mismo desafío: no olvidar el sufrimiento de
las víctimas y los crímenes de los victimarios (la famosa memoria histórica) y, al
mismo tiempo, crear una realidad nueva que no sea un simple ajuste de cuentas con el pasado, sino
un compromiso sincero con la verdad y la justicia. Los cristianos creemos que
estos procesos no son el simple resultado de análisis y revisiones, sumas y restas, culpas y resentimientos,
sentencias y condenas, sino un fruto del Espíritu que toma lo mejor de cada ser
humano y lo potencia para construir algo nuevo. Por eso, es necesario
investigar, dialogar, firmar acuerdos y compromisos, pero es más necesario aún impetrar con humildad una gracia que supera todo esfuerzo humano y que nos desborda a todos. El
pecado del odio es tan grande que no hay ser humano que pueda derrotarlo a base
de puños, buena voluntad y acuerdos firmados. Se requiere la energía de la gracia, una nueva creación. Solo el amor es capaz de esto. Por aquí va lo esencial del mensaje que el papa Francisco ha dirigido a los católicos chinos y a toda la Iglesia con motivo del acuerdo provic¡sional firmado con el gobierno de la China. Conviene leerlo con calma.
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