La diferencia
horaria con Europa central es de tres horas y media. Eso me permite leer los
periódicos del día antes de que mis amigos europeos se hayan despertado. Hoy he
encontrado una entrevista que habla sobre la soledad de muchas personas en esta
sociedad hiperconectada. Maria Rosa Buxarrais, presidenta del Teléfono de la Esperanza,
declara, en una entrevista de La Vanguardia, que hay
mucha gente que no tiene con quien hablar. Los voluntarios del Teléfono
de la Esperanza practican la escucha activa; es decir, la capacidad de “hacer
sentir al que está llamando que estás escuchándole con suma atención y todo el
interés, que le escuchas amorosamente, sin condenarle, sin juzgarle, con cariño
y comprensión”.
Esta entrevista ha destapado el problema de la soledad en la
que viven muchas personas, incluidos muchos jóvenes. Es como si todo el mundo huyera
en el momento en el que uno necesitaría algo tan sencillo como ser escuchado.
En mi trabajo como misionero dedico mucho tiempo a escuchar a las personas. La
tentación es pensar que la escucha es una pérdida de tiempo, que hay otras
cosas más urgentes que hacer. Sin embargo, solo quien sabe escuchar comprende
cuáles son las verdaderas necesidades humanas. Hay déficit de escucha entre los
cónyuges, en las familias, en los ambientes laborales, en las comunidades
religiosas. A veces, incluso, entre amigos, lo cual no deja de ser una
contradicción porque la amistad se basa en la comunicación recíproca de la
propia intimidad.
Para escuchar
bien se requieren, al menos, tres actitudes que no son muy comunes. En primer lugar,
la aceptación incondicional de la otra persona. Hay un principio en la psicología
no directiva que se ha convertido en una especie de mantra: “Toda persona es humanamente
aceptable aunque no sea éticamente irreprochable”. Esto significa que cuando una
persona me habla yo no la juzgo por lo que ha hecho sino que la acepto por lo
que es. Acostumbrados a emitir juicios sobre las personas, resulta muy difícil practicar
esta aceptación, pero es lo que hace Jesús cuando se encuentra con los que en
su tiempo eran considerados pecadores: desde el publicando Leví hasta la mujer
adúltera.
La segunda
actitud es la autenticidad. Uno no puede esconder lo que es tras la máscara del
rol que desempeña. Todos tendemos a ocultarnos detrás del personaje que representamos
para proteger la intimidad de nuestra persona. Quizá algo de esto es inevitable
en la vida social, pero no funciona en la escucha. Allí nos desnudamos de los
roles y somos lo que somos, con nuestras zonas luminosas y oscuras. No jugamos
a ser otra persona sino que nos mostramos como somos. Por último, el arte de la
escucha exige una gran capacidad de empatía; es decir, de ponerse en el lugar
de la otra persona para ver las cosas como ella as ve, para comprender sus
claves.
Muchos de los
desequilibrios que hoy padecemos se deben al hecho de que no somos escuchados,
de que no tenemos la posibilidad de abrir de par en par nuestra alma y sentir
que alguien recoge nuestra intimidad sin emitir ningún juicio moral, sin
cortarnos con discursos explicativos, sin sentir pena de nosotros. Escuchar de
par en par ayuda a ventilar las sombras de nuestro corazón, a encontrarnos con
nosotros mismos, a ser reconocidos en nuestra identidad. ¿Hal alguien ahí?
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