Hoy celebramos la fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz. No se trata de recordar un instrumento de suplicio sino de celebrar una entrega por amor, la victoria definitiva de Cristo sobre la muerte. Ayer precisamente enterraron a
un monje –el padre Bernard– en el cementerio del monasterio benedictino de
Montefano, Sri Lanka, en el que estoy hospedado. Tenía 65 años. Su cuerpo
estuvo expuesto varias horas en la iglesia del monasterio. Pude orar ante él y
encomendarlo a Dios. Viniendo de Europa, me impresionó el modo como los
cristianos de Sri Lanka celebran los funerales. El cuerpo del difunto yacía
sobre una superficie cubierta de flores y rodeada por lámparas encendidas. No
estaba encerrado en un ataúd, sino depuesto sobre una especie de gran catafalco
blanco, revestido con el hábito benedictino y la estola presbiteral. Todo
transmitía un ambiente de serenidad y de serena alegría. Los símbolos indicaban
que se trataba de celebrar una pascua; es decir, un paso de esta vida terrena a la vida definitiva en Dios. No pude
participar en el funeral debido a mis compromisos, pero sé que duró mucho tiempo:
quizá dos o tres horas. Oía los cantos de los monjes y de la gente desde nuestra sala de reuniones.
A lo largo de la
tarde me hice algunas preguntas. ¿Por qué aquí, en Sri Lanka, la muerte se
exhibe mientras que en Europa se esconde? ¿Por qué no he visto a ninguna
persona llorando? ¿Qué significa, en realidad, celebrar la muerte? Las diferencias,
¿son solo culturales o tienen que ver con la comprensión de la fe? En Occidente
tendemos a subrayar el aspecto dramático de la muerte, la separación que supone,
la incertidumbre en que nos sume. Procuramos despachar el asunto lo antes posible para que no interrumpa demasiado nuestro ritmo diario, para que no nos recuerde nuestros propios límites. Solemos delegar su gestión en empresas especializadas. Intuyo que para los cristianos de Oriente –por
lo menos para los de Sri Lanka– la muerte se vive y se celebra como un paso de
la situación terrena a la felicidad de Dios. No hay, pues, motivos para la
tristeza y sí para la acción de gracias y la alegría. Es cierto que el ritual
de funerales aconseja no ensalzar a la persona difunta, no canonizarla antes de tiempo. Pero creo que aquí no se trata de eso. No importa
tanto el perfil del fallecido (si ha sido bueno, regular o malo) cuanto la
misericordia de Dios que nos abre las puertas de su casa como las abrió –según
la parábola de Jesús– el padre del hijo pródigo a su hijo “que estaba perdido y lo he encontrado; que estaba muerto y ha pasado a
la vida”.
Una cultura que
no sabe qué hacer con la muerte, que la esconde, está confesando que, en el
fondo, no acaba de entender para qué sirve la vida, que no tiene un horizonte
claro. Si algo nos aporta la fe es la certeza de que –como dice uno de los prefacios
de la misa de difuntos– “a quienes la
certeza de morir nos entristece, nos consuela la promesa de la futura
inmortalidad. Porque para los que creemos en ti, la vida no termina, sino que
se transforma, y al deshacerse esta morada terrenal, adquirimos una mansión
eterna en el cielo”. Me dio la impresión de que toda la naturaleza circundante
se concitaba para entregar a Dios la vida del monje Bernard. La vuelta de su
cuerpo a la tierra simboliza el regreso a la casa de la que partió. La tarde
permaneció serena, como recogida en su expectante alegría.
Muy profunda reflexión. Las fotos de la capilla y la residencia transmiten mucha paz. No dices nada de esa roca enorme que parece tener cultivos o casas en su cima y se ve un camino de herradura para subir a ella. Un abrazo
ResponderEliminarEsa roca enorme es Sigiriya, declarada Patrimonio de la Humanidad en 1982. En el siguienbe enlace puedes averiguar más cosas interesantes: https://es.wikipedia.org/wiki/Sigiriya. Espero que te animes a visitarla.
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