Si yo no creyera en Dios, me costaría mucho aceptar que la Iglesia es una comunidad que anuncia su nombre. Cuando me asomo a los periódicos y leo, un día sí y otro también, que hay sacerdotes y religiosos que abusan de menores o que drogan y violan a mujeres, que un cardenal es sentado en el banquillo por irregularidades financieras o que se produce una cascada de dimisiones en la jerarquía suiza ante las acusaciones de abusos, tendría muchos argumentos para sospechar que todo lo referido a la Iglesia es un montaje hábilmente alimentado a lo largo de los siglos por gente inteligente y sin escrúpulos. El hecho de que en sus filas haya muchas personas que entregan su vida al servicio de los demás no sería suficiente para compensar la desconfianza creada por tantos escándalos.
Si yo no creyera en Dios, no sabría cómo encajar tantas decepciones, cómo explicar que los seguidores de un Maestro como Jesús sean tan pecadores o más que quienes no creen en él. No entendería cómo se puede afirmar con un mínimo de coherencia que la fe cambia la vida y luego observar que en muchos casos las vidas de quienes se declaran creyentes son tan miserables como las de la mayoría. ¿Cómo es posible creer en Dios y confiar en la Iglesia que proclama su existencia cuando hay una distancia tan grande entre lo anunciado y lo vivido?
Si yo no creyera en Dios, se me quitarían las ganas de seguir buscando cuando observo la mediocridad de muchos que se confiesan adoradores, pero que no parecen traducir esa fe en su vida cotidiana. Me sentiría defraudado y hasta timado. Me costaría encontrar una brizna de sentido bajo la capa de dogmas, mandamientos y prohibiciones, sobre todo cuando todos ellos son perfectamente vulnerados por algunos de los que se consideran sus depositarios y guardianes.
En definitiva, si yo no creyera en Dios, encontraría muy difícil creer en Él a la vista de tantas contradicciones e incoherencias como observo en los creyentes.
Pero las cosas se pueden ver también desde el otro extremo.
Si yo no creyera en Dios, no miraría con misericordia a quienes son débiles y no logran transparentar en sus vidas el amor que los sostiene. Es decir, no me aceptaría a mí mismo con serenidad, paciencia y comprensión.
Si yo no creyera en Dios, no vería que, en medio de su fragilidad humana, la Iglesia sigue siendo la comunidad querida por Jesús que mantiene su memoria y renace continuamente de sus cenizas.
Si yo no creyera en Dios, no tendría fuerza para aceptar que el Espíritu va escribiendo una historia de amor en medio de todas las contradicciones de los seres humanos.
Si yo no creyera en Dios, vería solo el lado oscuro de los seres humanos, me convertiría en un inquisidor implacable y despreciaría cualquier propuesta que fuese más allá de mis convicciones.
Si yo no creyera en Dios, en definitiva, no sabría cómo aceptarme a mí mismo, cómo combatir el mal a base de bien, cómo ofrecer siempre una nueva oportunidad a quienes yerran, cómo descubrir las semillas de vida que crecen en la tierra de la fragilidad y el abandono.
Magnifico!! Gracias
ResponderEliminarBuenísimo Gonzalo gracias
ResponderEliminarQué bella y acertada reflexión. Gracias!!
ResponderEliminarGracias por la reflexión de hoy… Gracias por presentarnos la situación de la Iglesia que, por su magnitud, parece inverosímil y ayudarnos a ver las cosas desde el otro extremo para motivarnos a “creer en Dios” a pesar de todo.
ResponderEliminarGracias Gonzalo por ir acompañándonos en este camino y en estos momentos concretos en los que parece que cada día aumentan las dificultades.
Qué cierto!
ResponderEliminarQué romántico!
Cuanta fe!!!
Cuanto alivio!
Cuanta esperanza!
Muchas gracias Gonzalo