[English below]
El mensaje de
este II
Domingo de Cuaresma va a contrapelo de lo que hoy consideramos
esencial. Por todas partes se nos invita a cuidarnos, protegernos y
dosificarnos. Desde hace años ha adquirido carta de naturaleza la expresión
inglesa “Take care” (¡Cuídate!) con la que nos despedimos de nuestros amigos
o cerramos nuestros mensajes. Por si no bastara con esto, la pandemia ha redoblado los
esfuerzos por cuidarnos. Durante mucho tiempo no podíamos salir de casa,
debíamos llevar mascarilla, lavarnos las manos con frecuencia y practicar el
distanciamiento social. Detrás de todas estas prácticas hay una convicción de
fondo: el mundo es un espacio peligroso, los demás son nuestros potenciales
enemigos, lo que importa es que asegures tu vida al máximo porque nadie se va a
preocupar por ti. En la primera
lectura de hoy (cf. Gen 22,1-2.9-13.15-18) Abraham está dispuesto a
sacrificar a su hijo, no porque Dios se lo pida (es absurdo pensar que Dios
puede exigir sacrificios humanos), sino porque él interpreta que ese es el
mejor modo de entregarse a Dios. Dar el hijo primogénito – el hijo “amado” – es una
forma suprema de obediencia a la voluntad de Dios, de amor sin límites.
En el Evangelio
leemos la versión que Marcos hace de la transfiguración de Jesús. Cada elemento
del relato es significativo. Destaco uno, la ofrenda de su hijo que Dios nos
hace: “Este es mi Hijo amado; escuchadlo”. En el bautismo de Jesús en el
Jordán estas palabras iban dirigidas a Jesús. Eran una forma de revelar su
verdadera identidad. Ahora, en la experiencia del monte, van dirigidas a nosotros.
Necesitamos saber que Dios nos entrega a su hijo para que encontremos el
sentido de nuestra vida. Podemos fiarnos de él, porque es el hijo primogénito/amado
de Dios. Debemos, pues, escuchar su palabra. Si la entrega generosa de Abraham
resulta desconcertante, la de Dios Padre desborda cualquier expectativa. Tanto uno
como otro, entregando a sus respectivos, hijos, en realidad se entregan a sí
mismos. No reservan nada para sí. La fe es, en el fondo, una cuestión de amor. Quizá
ahora entendemos mejor lo que nos está pasando hoy. ¿Cómo no va a costarnos
mucho creer en Dios si vivimos en una cultura que nos invita a ahorrarnos a
nosotros mismos, a protegernos de cualquier riesgo, a asegurar nuestra
vida? Si la fe es una cuestión de amor,
solo quien se entrega sin condiciones puede experimentar su fuerza transformadora.
No se puede creer “un poco”. La entrega debe ser total, aunque esté sometida a
las condiciones procesuales de toda experiencia humana.
El relato de la
transfiguración admite muchas y sugestivas lecturas. Cada uno de nosotros nos
acercamos a él desde la situación que estamos viviendo. Yo creo que ver a Jesús
incandescente, contemplar su gloria, experimentar por un momento el fulgor de
su divinidad, nos da fuerza para descender al valle de la vida cotidiana con la
certeza de que no estamos solos, de que podemos fiarnos de él. Pero no solo
eso. La advertencia que Jesús dirige a los tres discípulos que lo han
acompañado en la cumbre vale para nosotros: “No contéis a nadie lo que
habéis visto, hasta que el Hijo del hombre resucite de entre los muertos”. En realidad, no sabemos si creemos en él
y, por lo tanto, si podemos convertirnos en sus testigos hasta que no pasamos
por la prueba de la muerte y la resurrección. El Jesús que el Padre nos entrega
como expresión suprema de su amor es el mismo Jesús que a su vez se entrega
hasta el final dando su vida por nosotros. La dinámica del amor es siempre el
vaciamiento de uno mismo y la entrega a los demás. ¿Será posible todavía
descubrir este secreto en un contexto cultural tan egocéntrico como el que hoy
vivimos? ¿Nos será dado experimentar la alegría que brota cuando nos entregamos
sin pedir nada a cambio? ¿Podremos vivir nuestra muerte como la donación total de
nosotros mismos, como la ofrenda de toda nuestra vida a Dios? Comprendo que no
son preguntas que puedan ser respondidas precipitadamente con un sí o un no. En
realidad, no exigen respuestas teóricas. Pretenden solo ayudarnos a caer en la
cuenta de la verdadera naturaleza de la fe, de la transfiguración a la que
también nosotros estamos llamados.
The secret lies in giving ourselves
The message of this Second Sunday of Lent goes against the grain of what we consider essential today. Everywhere we are invited to take care of ourselves, to protect ourselves, and to dose ourselves. For years now, the English expression "Take care", with which we say goodbye to our friends or close our messages, has become a household word. As if that were not enough, the pandemic has redoubled our efforts to take care of ourselves. For a long time, we could not leave the house, we had to wear masks, wash our hands frequently and practice social distancing. Behind all these practices there is an underlying conviction: the world is a dangerous place, others are our potential enemies, what matters is that you make your life as safe as possible because no one will care about you. In today's first reading (cf. Gen 22:1-2,9-13,15-18) Abraham is ready to sacrifice his son, not because God asks him to do so (it is absurd to think that God can demand human sacrifices), but because he interprets that this is the best way to give himself to God. Giving the firstborn son - the "beloved" son - is a supreme form of obedience to God's will, of boundless love.
In the Gospel, we read Mark's version of Jesus' transfiguration. Every element of the story is significant. I highlight one, the offering of his son that God makes to us: "This is my beloved Son; listen to him". At Jesus' baptism in the Jordan, these words were addressed to Jesus. They were a way of revealing his true identity. Now, in the experience on the mountain, they are addressed to us. We need to know that God gives us his son so that we can find meaning in our lives. We can trust him because he is God's firstborn/beloved son. We must therefore listen to his word. If Abraham's generous self-giving is disconcerting, God the Father's overflows all expectations. Both of them, in giving their respective children, actually give themselves. They reserve nothing for themselves. Faith is, basically, a matter of love. Perhaps now we understand better what is happening to us today: how can we not find it hard to believe in God if we live in a culture that invites us to save ourselves, to protect ourselves from any risk, to insure our life? If faith is a matter of love, only those who give themselves unconditionally can experience its transforming power. It is not possible to believe "a little". Surrender must be total, even if it is subject to the processual conditions of every human experience.
The story of the transfiguration admits many and suggestive readings. Each one of us approaches it from the situation we are living in. I believe that seeing Jesus incandescent, contemplating his glory, experiencing for a moment the radiance of his divinity, gives us the strength to descend into the valley of daily life with the certainty that we are not alone, that we can trust him. But not only that. Jesus' warning to the three disciples who accompanied him to the summit applies to us: "Tell no one what you have seen until the Son of Man is raised from the dead." In reality, we do not know if we believe in him and, therefore, if we can become his witnesses until we pass through the test of death and resurrection. The Jesus whom the Father gives us as the supreme expression of his love is the same Jesus who in turn gives himself to the end by giving his life for us. The dynamic of love is always the emptying of oneself and the giving of oneself to others. Will it still be possible to discover this secret in a cultural context as egocentric as the one we live in today? Will it be possible for us to experience the joy that comes when we give ourselves without asking anything in return? Will we be able to live our death as the total gift of ourselves, as the offering of our whole life to God? I realize that these are not questions that can be answered hastily with a yes or a no. In fact, they do not require theoretical answers. In fact, they do not demand theoretical answers. They are only intended to help us realize the true nature of faith, of the transfiguration to which we too are called.
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