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Han pasado 40 años. Yo cursaba entonces el último año de la carrera de Teología. Había terminado los exámenes del semestre de invierno. Ese día, a las 18,23, estaba a punto de coger el autobús de Madrid a Colmenar Viejo. El conductor, que estaba siguiendo por la radio la sesión de las Cortes, comenzó a ponerse nervioso y a gritar: “¡Algo está pasando! ¡Han pegado tiros en el Congreso!”. Desde la plaza de Castilla hasta la parada en Colmenar había poco más de media hora. Pasamos por delante de la base militar de El Goloso, uno de los acuartelamientos que había participado en la operación. Solo horas después empecé a enterarme de que estábamos ante un (intento de) golpe de estado que ha pasado a la historia como “el 23-F”. Mis compañeros y yo permanecimos en vela hasta pasadas las dos de la madrugada. Teníamos varios transistores de bolsillo encendidos. Cada uno sintonizaba una emisora de radio diferente para ir componiendo entre todas el mosaico de lo que estaba sucediendo. Por supuesto, vimos por televisión el breve mensaje del rey Juan Carlos que acababa con estas palabras: “La Corona, símbolo de la permanencia y unidad de la patria, no puede tolerar en forma alguna acciones o actitudes de personas que pretendan interrumpir por la fuerza el proceso democrático que la Constitución votada por el pueblo español determinó en su día a través de referéndum”. Todos respiramos. Meses después, un compañero mío que estudiaba en Roma me confesó que él había pasado una noche muy tensa porque no sabía si su padre −general del ejército− había estado implicado de alguna manera en la operación. Por fortuna, se mantuvo al margen.
A la 1,24 de la madrugada, antes de meterme en la cama, tuve humor para escribir
una página en mi diario porque era consciente de que estábamos viviendo un
momento histórico. Espigo unas cuantas frases: “España entera está viviendo
una dramática situación: un grupo de exaltados guardias civiles ha invadido la
sede del Congreso y ha retenido allí a todos los diputados. La junta de
subsecretarios y de Jefes del Alto Estado Mayor ha asumido transitoriamente las
funciones del gobierno. El rey, en el mensaje que acaban de televisar, ha
pedido serenidad a todo el país. Se están viviendo horas tensas y no es
previsible cómo acabará todo… Cualquiera que sea el final de esta historia, ha
quedado suficientemente claro que algunos españoles no aciertan a apearse de su
papel de insensatos quijotes”. Releyendo estas frases 40 años después tengo
la impresión de que, a pesar del dramatismo del momento, todo me parecía una
opereta sin ningún apoyo popular. Más que asustado, estaba decepcionado porque pensaba que un acto como ese añadía más fuego a una situación social muy
tensa. La representación terminó 17
horas después. Entonces pude hablar con un amigo mío que había pasado
toda la noche en el hotel Palace porque formaba parte de la escolta de Francisco Laína,
el Secretario de Estado de Seguridad que durante 14 horas asumió de facto
el gobierno de la nación. Él me contó otros detalles que ayudan a comprender mejor el alcance de lo que pasó aquella famosa noche.
Se han escrito
ríos de tinta sobre este episodio. Yo leí hace años con mucho interés la novela
Anatomía de un instante,
en la que el escritor Javier Cercas recrea primorosamente todo lo vivido
aquella noche. Aunque un año después se celebró un juicio en el que hubo 30
condenados, nunca ha desaparecido el runrún de que no
conocemos toda la verdad. Mi impresión es que conocemos lo suficiente y
que no lleva a ninguna parte estar siempre mareando la perdiz con teorías conspirativas,
oscuros manejos del rey y no sé cuántas tramas más. Como no hay mal que por
bien no venga, el fallido golpe contribuyó paradójicamente a afianzar la
cultura democrática en la sociedad en general y en el ejército en particular. Si
hoy escribo sobre este acontecimiento es, ciertamente, por la redondez del
aniversario (40 años), por los recuerdos personales que me suscita y, sobre
todo, porque ayuda a tomar conciencia de que la democracia no es una batalla
que se gana para siempre. Es necesario alimentarla siempre con ideales
compartidos, cultura del diálogo, la participación y la responsabilidad y
mecanismos de equilibrio y control. Creo que las amenazas a las democracias modernas no
van a venir −al menos en Europa− del estamento militar,
sino de los populismos y fundamentalismos que se nutren del malestar general
para proponer soluciones autoritarias. Por eso, la mejor defensa de la
democracia es trabajar por una sociedad lo más justa posible, en la que se
respeten los derechos de todos y se garanticen las condiciones para una vida
digna.
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