No es fácil meditar sobre la palabra de Dios de este XXII Domingo del Tiempo Ordinario mientras espero mi vuelo para Bengaluru (India) en la zona E del aeropuerto de Fiumicino. Hay pasajeros caminando de un lado para
otro, se oyen anuncios por la megafonía, una niña aporrea un piano, todo invita a la
dispersión. ¿Se puede escribir algo en este ambiente? No resulta cómodo, pero se
puede. Imagino también a Jesús en el ambiente festivo y ruidoso de la casa del fariseo
que lo invitó a comer un sábado. Esa es la historia que se nos propone en el Evangelio de este domingo. Lo imagino observando a los comensales y a los
sirvientes. Habría un poco de todo: gente simpática y tipos tóxicos;
aprovechados y modestos, honrados y tramposos. Este contexto le sirve al
evangelista Lucas para hacer una catequesis sobre la vida de la Iglesia. En
realidad, la comida en la que participa Jesús es más un pretexto que una crónica.
También en la Iglesia hay gente que sirve y gente que medra, carreristas y
currantes, acogedores y excluyentes, mandones y colaboradores. Basta echar un
vistazo a nuestras comunidades, parroquias, colegios, etc. Casi todos los roles
están cubiertos. Es pura sociología. Nunca faltan el chismoso y el renegado.
¿Cómo
comportarnos como discípulos de Jesús en comunidades plurales? ¿Qué
actitud adoptar ante los demás? El libro del Eclesiástico nos da un consejo que
no tiene desperdicio: “Hijo, actúa con
humildad en tus quehaceres, y te querrán más que al hombre generoso. Cuanto más
grande seas, más debes humillarte, y así alcanzarás el favor del Señor”. La
grandeza de una persona no se mide por el puesto que ocupa en la mesa o por el
cargo que ostenta, sino por su capacidad para colocarse el último de la fila
(es decir, para actuar como servidor). Me resultaría muy fácil caricaturizar
algunas costumbres eclesiásticas que van en la dirección contraria. No faltan sujetos, sobre todo en Roma, que hacen lo posible y
lo imposible por “trepar” (a veces con cualidades y otras sin ellas), pero no
merece la pena perder mucho tiempo en esta crítica. Son personas a las que les gusta exhibir en las redes sociales fotos con personajes famosos,
que presumen de sus contactos, que siempre “pasaban por allí” cuando hay algún
evento de cierto relieve, que dejan sus tarjetas de visita en las mesas de los
capitostes y que invitan a obispos y cardenales a cualquier evento por aquello
de que viste mucho añadir una sotana roja. Todo esto es tan ridículo que se
desmonta solo.
Quizá es más
preocupante la tendencia a no servir y a rodearnos de amigos que puedan pagar
nuestros desvelos con la misma moneda. Creo que el Evangelio de hoy nos invita
a ser “camareros del Reino” en ese festín que es la vida de las comunidades cristianas
y a hacer partícipes de nuestra fiesta a quienes más lo necesitan. ¡Cuántas veces
organizamos cosas para gente obesa espiritualmente y no sabemos cómo compartir
la riqueza de la fe con quienes están en búsqueda y la necesitan! También aquí Jesús nos da
una pista que nos deja fuera de juego: “Cuando
des una comida o una cena, no invites a tus amigos, ni a tus hermanos, ni a tus
parientes, ni a los vecinos ricos; porque corresponderán invitándote, y
quedarás pagado. Cuando des un banquete, invita a pobres, lisiados, cojos y
ciegos; y serás bienaventurado, porque no pueden pagarte; te pagarán en la
resurrección de los justos”. No es cristiano guiarnos por el principio de do ut des (doy para que me des). Lo que
rompe moldes es la gratuidad: dar porque queremos compartir con otros lo que
nosotros mismos hemos recibido. No es necesario esperar nada a cambio porque en
el mero hecho de compartir encontramos ya la alegría de la gracia.
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