En realidad, tendría que haber escogido para la entrada de hoy un título positivo, algo así como “La bendición de ser débiles”, pero me temo que más de un amigo mío me diría irónicamente que en los últimos dos años me estoy dejando influir demasiado por el planteamiento optimista de la Indagación apreciativa, método al que estoy dedicando algunos estudios y prácticas. Por otra parte, si Friedrich Nietzsche
levantara la cabeza –cosa muy poco probable– me diría que cualquiera de los dos títulos (tanto el
negativo como el positivo) confirman su sospecha de que el cristianismo es una religión
de débiles esclavos, no de señores fuertes. A la “muerte” del Dios judeo-cristiano
en la sociedad occidental secularizada le sigue, según él, una etapa de nihilismo,
pero éste se superará cuando el Übermensch
(el superhombre) imponga valores nuevos basados en la “moral de señores” (la fe
en uno mismo, el orgullo, el dominio, la gloria), no en la “moral de esclavos”
(la compasión, el servicio, la paciencia, la humildad) propiciada por el
cristianismo. ¿No os suena esto a música conocida? ¿No hay algunos intérpretes modernos de esta teoría supremacista?
No comparto las propuestas que hace Nietzsche, y además me
produce lástima su desgraciada vida, pero reconozco que posee una extraordinaria
lucidez a la hora de hacer el diagnóstico de lo que le estaba pasando a Europa
en la segunda mitad del siglo XIX. Seguimos padeciendo las consecuencias. Su “superhombre”
ha tenido varias versiones. Creo que la más conocida fue la versión nazista propugnada por Hitler y
su obsesión de la supremacía aria, con las consecuencias nefastas que ya conocemos, pero otra –más suave en apariencia, pero igual
de deletérea en el fondo– es la inoculada por la “ideología del triunfo” presente en
nuestra sociedad capitalista. Basta mirar los anuncios de algunas universidades
privadas, centros deportivos, empresas, etc. Todo se basa en la competitividad. La vida se concibe como una lucha por el poder. El darwinismo histórico impregna todo. Solo los triunfadores tienen un
lugar en este mundo; los demás (incluidos los niños no nacidos y los ancianos enfermos o dependientes)
son sobrantes, pura escoria que debe ser eliminada.
Me he extendido
más de la cuenta con Nietzsche cuando, en realidad, hoy quería escribir sobre algo
que veo en los religiosos de la India y que se ha vivido ya en Europa y en varios lugares de América. Muchas congregaciones que llegaron a este país hace medio siglo o más están
viviendo una etapa de esplendor que, en realidad, puede ser la antesala de una grave crisis. Tienen vocaciones (aunque empiezan ya a escasear), poseen numerosas
instituciones y propiedades (algunas muy lucrativas) y sienten que, aunque el
cristianismo es una minoría en un país de mayoría hindú, los religiosos tienen todavía
prestigio social e influencia (si bien ya saltan a los medios de comunicación las
noticias de algunos escándalos). Como ha sucedido varias veces a lo largo de la
historia (pensemos en los cluniacenses o en
los jesuitas, por ejemplo), la prosperidad, el poder y la fuerza conducen
inadvertidamente a una vida relajada e insignificante. Jesús lo dijo con otras
palabras: “Si la sal se vuelve sosa, ¿con
qué la salarán?” (Mt 5,13).
Cuando uno se sabe fuerte, reconocido y
admirado, fácilmente cae en la tentación de la arrogancia y la autosuficiencia,
se alinea con los poderosos, empieza a vivir un estilo de vida aburguesado, se
aleja de los pobres, prefiere las grandes instituciones a las misiones periféricas;
es decir, se va situando en las antípodas del Evangelio. Naturalmente, el ser
humano –incluido el religioso– encuentra justificaciones para todo. La más socorrida es esa de que “los ricos también lloran”. No es éste el asunto. A veces,
cuando se quiere reaccionar, es ya demasiado tarde. En este sentido, ser “fuerte”
es muy peligroso. Uno tiende a sustituir la espiritualidad del Magnificat de María (“derriba del trono a los poderosos y enaltece a los humildes”) por
el “America first” de Donald Trump.
Jesús, que “siendo rico, se hizo pobre por nosotros”
(Flp 2,1), nos propone con su vida y sus palabras un camino de sencillez y pequeñez
que no tiene nada que ver con la interpretación débil de Nietzsche. La “debilidad” cristiana es expresión de vaciamiento
interior, de confianza en Dios, de fuerza creativa, no de desprecio de la
humanidad. Algunos de mis compañeros, para evitar una interpretación de Dios en
clave de fuerza y de poder, transforman las oraciones litúrgicas. En vez de
dirigirlas al “Dios todopoderoso” (omnipotens
Deus) –tal como señala a menudo el Misal Romano– las dirigen al “Dios misericordioso”. Unos pocos, en un
intento bienintencionado por aparecer más modernos y creativos, hablan de un “Dios
tododebilidoso”. A mi entender, no es
necesario recurrir a ningún artificio lingüístico. Yo me siento muy cómodo dirigiéndome
a Dios Padre todopoderoso porque soy
consciente de que el suyo es el “poder del amor”, no el poder de dominación o
destrucción. Cuanto más poderoso, más amante. Los cristianos en general –y los
religiosos en particular– no estamos llamados a ser muchos o muy poderosos e
influyentes. Como solía repetir santa Teresa de Calcuta, cuya memoria litúrgica celebramos hoy, “estamos llamados ser fieles, no triunfadores”. Al fin y al
cabo, somos seguidores del “fracasado” más transformador de la historia humana.
Escribo esto precisamente en el día en el que celebro el 43 aniversario de mi primera profesión religiosa como misionero claretiano; es decir, de mi compromiso de seguir a Jesús en castidad, pobreza y obediencia para el anuncio del Evangelio. Es un tiempo suficientemente largo como para poder suscribir al cien por cien las palabras de Pablo: “Por eso me complazco en las debilidades, en insultos (maltratos), en privaciones, en persecuciones y en angustias por amor a Cristo, porque cuando soy débil, entonces soy fuerte” (2 Cor 12,10).
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