¿Por qué me gustará tanto el silencio si soy una persona más bien habladora? De pequeño mi
abuelo materno solía repetirme con fina ironía que no sabía a quién me podía
parecer. Lo decía él, que era un contador inagotable de historias. Me gusta el
silencio porque, sin él, las palabras sonarían huecas. Me gusta el silencio
porque en su espejo aprendo a conocerme. Me gusta el silencio porque me pone en
comunión con todos y con todo. Me gusta el silencio porque me ayuda a percibir
la silueta de las cosas. Me gusta el
silencio porque el ruido me mata. Me gusta el silencio porque a veces me trae
el eco de una voz que me resulta familiar. Ayer, a eso de las seis de la tarde,
salí al jardín. Me daba el sol poniente de frente. No era una bofetada de luz
como la que se siente cuando uno sale a mediodía. Era una caricia suave. Me
hubiera estado allí una hora sin moverme. No pude hacerlo porque algunas
obligaciones me reclamaban, pero fue como si el tiempo se hubiera detenido de
repente. Después, cuando entré a internet para mirar el correo y ver las
últimas noticias, me topé otra vez con la cruda realidad.
Esta mañana me
sorprende un artículo de El País
sobre un libro recién publicado que lleva por título Dios,
una historia humana. Lo
ha escrito Reza Aslan, un
estudioso de las religiones. De origen iraní, vive ahora en California. Fue
musulmán y después cristiano evangélico. Ahora se considera panteísta. No he leído
este libro. Escribo a partir de la entrevista
que el periódico hace a su autor. En un momento dado, Reza Aslan confiesa que “no me interesa la pregunta de si existe o
no existe Dios, que es imposible de responder. La pregunta que me ha llevado a
escribir este libro es qué se quiere decir cuando se dice la palabra Dios. Esa
es una palabra casi universal. Y cada uno entiende algo muy diferente”. Como
estudioso, parece interesarse más por la “idea” de Dios (cuya existencia es casi
universal) que por la “realidad” de su existencia. Un poco más adelante, añade: “Tanto si creemos en uno, en muchos o en
ninguno, somos nosotros los que hemos modelado a Dios a nuestra imagen y
semejanza, y no al revés”. Si yo no creyera en Jesucristo y en la fuerza de
su palabra reveladora, pensaría algo muy parecido a esto. Desde un punto de
vista fenomenológico, las religiones más parecen una proyección de rasgos
humanos en entes divinos que al revés.
Sobre el cristianismo
sigue la tesis clásica de los que consideran que es una invención de Pablo de Tarso: “Lo que usted y yo llamamos cristianismo fue
creado por Pablo. Los evangelios de Mateo, Marcos y Lucas eran solo otra
versión del judaísmo”. Sobre esto tendría mucho que matizar, pero ahora no es el momento. ¿Qué decir de los dogmas cristianos? Son un mero
producto de las circunstancias históricas. Por ejemplo, la Trinidad “suponía una ruptura abrupta con el
monoteísmo judío, pero satisfacía los gustos politeístas de los primeros
cristianos, que eran mayoritariamente griegos o romanos”. Tampoco salen
bien parados en su análisis los ateos combativos –a los que califica más bien
de antiteístas– como Richard Dawkins o Sam Harris: “El nuevo ateísmo no me parece un movimiento
muy intelectual. Un ateo no cree en Dios y ya está. Estos son antiteístas:
dicen que la religión es un mal insidioso que debe ser erradicado de la
sociedad. Y eso se parece más al fundamentalismo religioso que al ateísmo”.
Son solo algunas frases aisladas. A partir de ellas no es posible hacer una crítica
en condiciones. Me gustan los libros que hacen pensar, que ponen a prueba verdades
que a veces más parecen rutinas que verdaderas convicciones.
Desde el silencio
de este lugar, cada vez comprendo más que muchas personas no crean en Dios
(hacerlo se parece a un salto en el vacío) o que otras lo consideren una mera idea que
los seres humanos hemos fabricado para hacer más tolerable esta existencia
miserable. Por eso mismo, porque encuentro plausible una postura agnóstica o
atea, valoro más el don maravilloso de la fe. Cuando todo puede ser explicado a
base de razones históricas o evolutivas, cuando no se hundiría el mundo si uno
dijera que “no ve” a Dios por ninguna parte, cuando el mundo funciona sin el
recurso permanente a un relojero que lo pone en hora, entonces se hace más
sorprendente la experiencia de encuentro personal con Jesús de Nazaret como “sacramento”
de Dios. Sin su brújula, todos –también los que nos decimos creyentes– estamos
expuestos a los vaivenes intelectuales y emocionales de nuestra subjetividad. En
Jesús sigo aprendiendo a bucear en el misterio del Dios-Abbá para el que no hay
conceptos que puedan explicarlo. ¿Puedo estar equivocado? No lo excluyo de manera apodíctica, pero
prefiero mil veces esta “equivocación” a vivir una vida roma, centrada en la búsqueda
de la propia satisfacción, sin un horizonte de esperanza.
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