Llevo ya cinco días en Chile. Los primeros los pasé en Santiago, la capital. El miércoles por la tarde me vine a Antofagasta, la Perla del Norte. Es una ciudad atrapada entre el Pacífico y la cordillera. Su economía depende de las explotaciones
mineras. Goza de la renta per cápita más alta de Chile. A los habitantes les
gusta presumir de ser hombres y mujeres del desierto. El desierto de Atacama está considerado el
desierto no polar más árido de la Tierra. La lluvia es un bien escasísimo. Y,
con frecuencia, peligroso. Pero, cuando cada cuatro o cinco años, caen unas gotas sobre las planicies áridas, el suelo se convierte en un tapiz de flores. Dicen que es un espectáculo sobrecogedor. Por desgracia, no he tenido oportunidad de contemplarlo, pero espero hacerlo algún día.
Desde principios del siglo XX, los claretianos estamos presentes en la zona. Actualmente tenemos el Colegio Corazón de María (con unos 1.100 alumnos) y la parroquia Inmaculada Concepción, cuya sede principal es la Basílica del Corazón de María. Anteayer dediqué toda la jornada a visitar ambas instituciones. Hacía tiempo que no tenía un programa tan apretado. Comenzamos a las 8,30 de la mañana y terminamos hacia las 10 de la noche. Disfruté en los diálogos personales y en los encuentros masivos. Admiré la formalidad y el buen hacer de los chilenos. En Europa hace décadas que hemos perdido estos valores. La informalidad se ha convertido en cultura. Todo tiene que ser pedestre, vulgar, entre “colegas”. A menudo, cuanto más caótico y chabacano es un acto, más auténtico (¡ah, la cacareada autenticidad!) parece. En fin, la historia da muchas vueltas.
Desde principios del siglo XX, los claretianos estamos presentes en la zona. Actualmente tenemos el Colegio Corazón de María (con unos 1.100 alumnos) y la parroquia Inmaculada Concepción, cuya sede principal es la Basílica del Corazón de María. Anteayer dediqué toda la jornada a visitar ambas instituciones. Hacía tiempo que no tenía un programa tan apretado. Comenzamos a las 8,30 de la mañana y terminamos hacia las 10 de la noche. Disfruté en los diálogos personales y en los encuentros masivos. Admiré la formalidad y el buen hacer de los chilenos. En Europa hace décadas que hemos perdido estos valores. La informalidad se ha convertido en cultura. Todo tiene que ser pedestre, vulgar, entre “colegas”. A menudo, cuanto más caótico y chabacano es un acto, más auténtico (¡ah, la cacareada autenticidad!) parece. En fin, la historia da muchas vueltas.
No es fácil
encontrar tiempo para escribir el blog. Suceden muchas cosas, pero se necesita
un mínimo de tranquilidad para procesarlas. Soy consciente de que a veces despacho asuntos de mucha trascendencia con cuatro pinceladas. Me tranquiliza pensar que un blog no es un tratado teológico o un ensayo de sociología.
No me olvido de que estoy en un país en el que la Iglesia católica se encuentra en cotas mínimas de credibilidad debido a la crisis de los abusos sexuales. Estos días se han conocido más detalles de un caso que pone los pelos de punta. Es como si todo fuera un crescendo imparable. Cuando parece que se ha llegado al límite, surgen nuevas acusaciones. La tentación de muchos católicos es abandonar la comunidad. Se sienten a disgusto a bordo de una barca que hace agua por todas partes. A muchos sacerdotes los encuentro acobardados, como si prefirieran esperar a que escampe el temporal. Es comprensible. No es de buen gusto que alguien te llame “abusador” en la calle o en los transportes públicos. La mancha se hace extensiva a todos. Y, sin embargo, son las épocas de crisis donde se ponen a prueba nuestras convicciones. No creemos en la Iglesia por la santidad de sus ministros, sino por Jesús. Aceptamos su cuerpo como es, incluyendo las manchas y arrugas que le producimos sus miembros. Nos hace falta una fuerte espiritualidad de la humildad y la entrega.
No me olvido de que estoy en un país en el que la Iglesia católica se encuentra en cotas mínimas de credibilidad debido a la crisis de los abusos sexuales. Estos días se han conocido más detalles de un caso que pone los pelos de punta. Es como si todo fuera un crescendo imparable. Cuando parece que se ha llegado al límite, surgen nuevas acusaciones. La tentación de muchos católicos es abandonar la comunidad. Se sienten a disgusto a bordo de una barca que hace agua por todas partes. A muchos sacerdotes los encuentro acobardados, como si prefirieran esperar a que escampe el temporal. Es comprensible. No es de buen gusto que alguien te llame “abusador” en la calle o en los transportes públicos. La mancha se hace extensiva a todos. Y, sin embargo, son las épocas de crisis donde se ponen a prueba nuestras convicciones. No creemos en la Iglesia por la santidad de sus ministros, sino por Jesús. Aceptamos su cuerpo como es, incluyendo las manchas y arrugas que le producimos sus miembros. Nos hace falta una fuerte espiritualidad de la humildad y la entrega.
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