Ayer por la mañana llegué a Niebla, una población cercana a la ciudad de Valdivia. El viaje desde
Temuco lo hice en coche. Esto me permitió disfrutar de un paisaje verde, pintado
ya con los colores del otoño. En los inmensos pastizales se veían rebaños de
vacas. Los ríos bajaban caudalosos. Por todas partes se veían casitas de madera
con chimeneas humeantes. Aunque todavía no ha llegado el invierno, la
temperatura es fresca. El contraste con las tierras áridas del norte es
evidente. Estos paisajes han avivado en mí recuerdos de algunas novelas de Isabel Allende.
Tenía ganas de venir a este lugar. Siempre he sentido fascinación por estas
tierras del sur del mundo. Es como si representaran el escenario de sueños
incumplidos. Escribo la entrada de hoy en una casita de madera, una especie de
cabaña adaptada a las necesidades de la minicomunidad claretiana que atiende a
las comunidades católicas de la zona costera. Hay una estufa de leña que nos
proporciona calor y recuerdos del pasado.
Por la tarde me reuní
con un grupo de laicos, entre los que figuraba un alemán alto y orondo, que ha
trabajado aquí como veterinario. Una de sus aficiones es hacer pan. Lo prepara
cada día y lo reparte. En la reunión se habló del enorme desafío que representan
las sectas protestantes –un asunto que me hace hervir la sangre– y en las
dificultades para invitar a los pocos jóvenes de la zona, muchos de los cuales
están muy expuestos a la tentación de la droga. ¡Qué
contraste entre estas comunidades pequeñas y las que vi en Paraguay! Aunque
ambas están en el Cono Sur americano, pareciera que estuvieran en continentes
diversos. Lo que funciona en un lugar parece no funcionar en otro. No hay
fórmulas infalibles que se puedan aplicar en todos los casos. Cada contexto
exige un ejercicio de observación y escucha atenta. Solo después de hacernos
cargo de lo que la gente vive, necesita y espera, podemos atrevernos a hacer
algunas propuestas. A veces, es difícil ir más allá de una presencia paciente y
serena.
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