A caballo entre 2018 y 2019 he tenido la oportunidad de pasar varios ratos en la vieja iglesia de Nuestra Señora del Pino. En estos días primeros del invierno hacía más frío
dentro que fuera. No obstante, he disfrutado sentándome en uno de los bancos y
contemplando el camarín de la Virgen. Es difícil expresar en palabras lo que
uno siente cuando visita en solitario la iglesia que ha sido escenario de
momentos decisivos de la propia vida. Aquí fui bautizado, recibí la primera
comunión y celebré mi primera misa. Aquí también he presidido algunos
matrimonios de personas cercanas y un buen número de funerales, comenzando por el
de mi abuelo paterno en el ya lejano 1982. Por eso, cada rincón me habla. Me habla el impresionante
retablo de cinco calles. Me habla el altar tallado en piedra por un cantero local a
quien conocí personalmente. Me habla el altar de la Purísima con una hermosa
talla del siglo XVII. Me habla el viejo órgano del XVIII con quien he dialogado
en numerosas ocasiones. Siento mucho su imparable deterioro. Pero lo que más me
habla es el silencio. Cuando cae la tarde, fijo mi mirada en el sagrario y
caigo en la cuenta de una presencia que tal vez pasa desapercibida para muchos
visitantes y turistas. No es que yo crea que Jesús es el “divino prisionero” –como
lo presentaba una antigua canción religiosa–, pero sí creo que Él ha querido
ligar su presencia entre nosotros al sacramento de la Eucaristía.
Esta vez he
reparado en un detalle que en otras ocasiones me ha pasado desapercibido. A
mano derecha, según se entra por la puerta principal, hay una diminuta capilla
que, en realidad, es el baptisterio. Allí hay una vieja pila de piedra, en la
que fui bautizado un frío día de enero, precisamente el día en que se celebraba
la fiesta del Bautismo del Señor. Es una pila multisecular desgastada por el paso del tiempo. Confieso que me produjo una serena emoción
evocar en ese lugar la experiencia de mi Bautismo. Escribo la palabra “experiencia”,
pero creo que, en rigor, no es la correcta, porque, con solo cinco días, yo no “experimenté”
nada, a no ser la impresión desagradable del agua fría sobre mi cabecita. La gracia de Dios fue soberana. Todavía sigo intentando responder a ella
cada día. Es difícil explicar hoy el sentido del Bautismo en niños que no han
llegado aún al “uso de razón”, por emplear la fórmula del viejo catecismo. Hoy, que somos tan sensibles a la libertad
personal y, por tanto, a la capacidad de tomar decisiones, no entendemos que
algo que afecta tan radicalmente a nuestra vida nos sea impuesto por nuestros
padres. Muchas personas argumentan de otra manera: “Yo no quiero bautizar a mis
hijos para no condicionarlos. Cuando sean mayores, que hagan lo que ellos
quieran”. Esta postura contiene una gran dosis de verdad, pero escamotea algo:
lo más radical de nuestra existencia (la vida y la muerte y, hasta cierto punto, la fe) no es el resultado de
una opción, sino de una aceptación, por más que hoy haya un fuerte movimiento que revindica el “derecho a morir”. Aceptar y decidir son dos verbos de imprescindible y complementaria conjugación. El uno no anula al otro. Hay elementos de nuestra vida sobre los
cuales no tenemos ninguna capacidad de decisión, a no ser la de una aceptación agradecida
y serena. Hay otros, por el contrario, que dependen del ejercicio de nuestra
libertad.
La entrada de hoy
ha discurrido por cauces imprevistos. Solo quería evocar la impresión sentimental
que me causó contemplar la pila en la que fui bautizado, pero los duendes de la
escritura me han empujado en otra dirección. Quiero empezar el año 2019 tomando
conciencia de todo lo que he recibido en la vida sin que haya mediado por mi
parte un esfuerzo de conquista. Es más: lo mejor de mi vida (comenzando por la
misma existencia) es fruto de la gracia de Dios, un regalo inmerecido. Pero, para que de
verdad sea “regalo”, y no un accidente sobrevenido, tengo que aceptarlo con
conciencia lúcida y corazón agradecido. Sin gratitud, nos convertimos en
insaciables prometeos que pretenden robar el fuego del cielo y a cada paso
experimentan sus límites. Creo que solo las personas agraciadas y agradecidas
están en condiciones de luchar por un mundo mejor sin los mesianismos que hacen
de este esfuerzo algo inhumano. Me dan miedo las personas que quieren cambiar
las cosas a golpe de puro esfuerzo. Esa voluntad titánica, aparte de agotar a
cualquiera, es fuente de tiranías hacia los demás. Solo la gracia es fuente de
una libertad “con denominación de origen”. Por eso, aunque no pude tomar
libremente la decisión de ser bautizado cuando contaba solo cinco días de edad,
estoy profundamente agradecido a Dios y a mis padres por regalarme el don del
sacramento. Dispongo de toda una vida para tomar conciencia de su significado y
responder con libertad.
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