Ayer por la tarde estuve charlando un par de horas con un amigo mío italiano. Es médico, psicólogo y experiodista
de la RAI. Nació en Éboli, allí
donde Cristo se detuvo, según la extraordinaria novela autobiográfica
del judío turinés Carlo Levi. Como buen meridional,
mi amigo tiene un verbo encendido y acelerado. Las palabras le salen a borbotones
porque no pueden expresar a tiempo todas las ideas que recorren su agitada mente. Quien
no esté acostumbrado a su dicción encontrará dificultades para entender todo lo
que dice. Pero lo que dice tiene gran enjundia. Mi amigo de Éboli conoce al dedillo
los entresijos de la política italiana. Desde sus tiempos en la RAI, se ha codeado
con políticos y periodistas, ha tenido que informar con precisión. Su teléfono
móvil suena con llamadas de gente influyente. Él mismo proviene del ala
izquierda de la antigua Democracia Cristiana. Nuestra conversación comenzó por
ahí. Según él, lo que mantenía cohesionadas las distintas almas de la Democracia
Cristiana en el dopoguerra (es decir,
en las décadas posteriores a la segunda guerra mundial) era el temor a que el
Partido Comunista pudiera hacerse con el control de la política italiana. Caído
el muro de Berlín en 1989, desinflado el peligro “rojo”, el partido democristiano
se fragmentó en innumerables formaciones. Sin un enemigo común, las diferencias
y los intereses de parte se impusieran a las convergencias y los valores.
Algo parecido
sucedió en los Estados Unidos. Durante la “guerra fría”, demócratas y
republicanos enarbolaban la bandera de las barras y estrellas para oponerse a
la amenaza soviética. Parecían un país unido y bien compacto. Desaparecido el comunismo,
¿cómo mantener en pie una federación de estados? ¿Basta con invocar los
principios de la Unión, defender el inglés como lengua común y exportar filmes de
Hollywood? La historia nos enseña que con frecuencia lo que mantiene unidos a
los pueblos no es tanto un ideal compartido cuanto un enemigo común. Luchar juntos
contra lo que se considera una amenaza para todos proporciona un sentido de
pertenencia que justifica leyes, costumbres y guerras. Esta dinámica se sigue
viviendo hoy a diversas escalas. Para los independentistas catalanes, por
ejemplo, el enemigo común, capaz de suavizar sus grandes diferencias internas, es
la “opresora” España; para los movimientos de ultraderecha, los sectores
independentistas. Para los partidarios británicos del Brexit, la Europa continental (Bruselas) es la institución que les roba
soberanía. En Europa, algunos movimientos estigmatizan al islam o a los
inmigrantes como los “enemigos” que ponen en jaque la identidad del continente.
La izquierda atea culpa a la Iglesia de todos los males; procura por todos los
medios desprestigiarla y combatirla. La Iglesia a menudo echa la culpa de la
secularización imperante al relativismo que se ha adueñado de la cultura
europea. Pareciera que no sabemos vivir juntos sin tener un enemigo común. Esta
misma dinámica se puede aplicar a las relaciones familiares y comunitarias.
Varias veces en
este blog me he referido a la crisis que padece la Unión Europea por falta de ideales claros, de calidad democrática
y de un liderazgo capaz de guiar el proceso de integración. Sería triste que se
buscara una falsa salida a la crisis
mediante la concentración en un enemigo común. Pero, por desgracia, esto es lo
que ya está sucediendo. Para algunos, es el neoimperialismo ruso de Putin (de
hecho, está creciendo la rusofobia). Para otros, el enemigo son “los chinos” y
su poder económico, o las grandes corporaciones multinacionales (Google, Amazon, etc.), que parecen
burlar el control de los estados miembros de la Unión. Ya me he referido antes
al peligro del islam o de los inmigrantes y refugiados que llegan al continente. Esta forma
de ver las cosas está delatando la falta de ideales comunes, capaces de
sustentar un proyecto sugestivo de vida conjunta. Ya no son los ideales de la
vieja cristiandad. Tampoco esos mismos ideales secularizados en la Revolución Francesa. La socialdemocracia ha
perdido predicamento. Ni Merkel (en franca retirada) ni mucho menos Macron (bajo
mínimos tras las revueltas de los gillets
jaunes) están en condiciones de hacer propuestas atractivas que seduzcan al
resto de los socios. ¿Dónde encuentra Europa su alma para no tener que buscar su identidad en la lucha contra los
supuestos “enemigos” que amenazan el continente? ¿Se impondrá el modelo de Marine Le Pen y
Matteo Salvini o seremos capaces de sacar del rico arcón europeo los valores
que fundamentan un nuevo proyecto de Unión? Este es el debate en curso. No se
vislumbran por el momento propuestas positivas y compartidas. El miedo al “enemigo” ha
sustituido a la atracción de los grandes ideales. Pagaremos un precio.
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