martes, 15 de enero de 2019

Ponga un enemigo en su vida

Ayer por la tarde estuve charlando un par de horas con un amigo mío italiano. Es médico, psicólogo y experiodista de la RAI. Nació en Éboli, allí donde Cristo se detuvo, según la extraordinaria novela autobiográfica del judío turinés Carlo Levi. Como buen meridional, mi amigo tiene un verbo encendido y acelerado. Las palabras le salen a borbotones porque no pueden expresar a tiempo todas las ideas que recorren su agitada mente. Quien no esté acostumbrado a su dicción encontrará dificultades para entender todo lo que dice. Pero lo que dice tiene gran enjundia. Mi amigo de Éboli conoce al dedillo los entresijos de la política italiana. Desde sus tiempos en la RAI, se ha codeado con políticos y periodistas, ha tenido que informar con precisión. Su teléfono móvil suena con llamadas de gente influyente. Él mismo proviene del ala izquierda de la antigua Democracia Cristiana. Nuestra conversación comenzó por ahí. Según él, lo que mantenía cohesionadas las distintas almas de la Democracia Cristiana en el dopoguerra (es decir, en las décadas posteriores a la segunda guerra mundial) era el temor a que el Partido Comunista pudiera hacerse con el control de la política italiana. Caído el muro de Berlín en 1989, desinflado el peligro “rojo”, el partido democristiano se fragmentó en innumerables formaciones. Sin un enemigo común, las diferencias y los intereses de parte se impusieran a las convergencias y los valores.

Algo parecido sucedió en los Estados Unidos. Durante la “guerra fría”, demócratas y republicanos enarbolaban la bandera de las barras y estrellas para oponerse a la amenaza soviética. Parecían un país unido y bien compacto. Desaparecido el comunismo, ¿cómo mantener en pie una federación de estados? ¿Basta con invocar los principios de la Unión, defender el inglés como lengua común y exportar filmes de Hollywood? La historia nos enseña que con frecuencia lo que mantiene unidos a los pueblos no es tanto un ideal compartido cuanto un enemigo común. Luchar juntos contra lo que se considera una amenaza para todos proporciona un sentido de pertenencia que justifica leyes, costumbres y guerras. Esta dinámica se sigue viviendo hoy a diversas escalas. Para los independentistas catalanes, por ejemplo, el enemigo común, capaz de suavizar sus grandes diferencias internas, es la “opresora” España; para los movimientos de ultraderecha, los sectores independentistas. Para los partidarios británicos del Brexit, la Europa continental (Bruselas) es la institución que les roba soberanía. En Europa, algunos movimientos estigmatizan al islam o a los inmigrantes como los “enemigos” que ponen en jaque la identidad del continente. La izquierda atea culpa a la Iglesia de todos los males; procura por todos los medios desprestigiarla y combatirla. La Iglesia a menudo echa la culpa de la secularización imperante al relativismo que se ha adueñado de la cultura europea. Pareciera que no sabemos vivir juntos sin tener un enemigo común. Esta misma dinámica se puede aplicar a las relaciones familiares y comunitarias.

Varias veces en este blog me he referido a la crisis que padece la Unión Europea por falta de ideales claros, de calidad democrática y de un liderazgo capaz de guiar el proceso de integración. Sería triste que se buscara una falsa salida a la crisis mediante la concentración en un enemigo común. Pero, por desgracia, esto es lo que ya está sucediendo. Para algunos, es el neoimperialismo ruso de Putin (de hecho, está creciendo la rusofobia). Para otros, el enemigo son “los chinos” y su poder económico, o las grandes corporaciones multinacionales (Google, Amazon, etc.), que parecen burlar el control de los estados miembros de la Unión. Ya me he referido antes al peligro del islam o de los inmigrantes y refugiados que llegan al continente. Esta forma de ver las cosas está delatando la falta de ideales comunes, capaces de sustentar un proyecto sugestivo de vida conjunta. Ya no son los ideales de la vieja cristiandad. Tampoco esos mismos ideales secularizados en la Revolución Francesa. La socialdemocracia ha perdido predicamento. Ni Merkel (en franca retirada) ni mucho menos Macron (bajo mínimos tras las revueltas de los gillets jaunes) están en condiciones de hacer propuestas atractivas que seduzcan al resto de los socios. ¿Dónde encuentra Europa su alma para no tener que buscar su identidad en la lucha contra los supuestos “enemigos” que amenazan el continente?  ¿Se impondrá el modelo de Marine Le Pen y Matteo Salvini o seremos capaces de sacar del rico arcón europeo los valores que fundamentan un nuevo proyecto de Unión? Este es el debate en curso. No se vislumbran por el momento propuestas positivas y compartidas. El miedo al “enemigo” ha sustituido a la atracción de los grandes ideales. Pagaremos un precio.


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