Ayer por la tarde saqué casi tres horas para pasear por el centro de Madrid con un joven claretiano de
la India que está estudiando en la Universidad Pontificia Comillas. Como me temía, el aluvión de gente
hacía casi intransitables algunas calles y plazas, comenzando por la Puerta del
Sol. Hay personas que disfrutan perdiéndose en la masa. A mí me agobia tanta
concentración humana. Me entraron ganas de pedirle prestado a Paco Martínez Soria
el título de una de sus películas más famosas: La
ciudad no es para mí (1965). Cuesta creer que tanta gente se eche a
la calle para “ver las luces” (como se suele decir) o para hacer infinidad de
compras en las grandes tiendas de Gran Vía, Callao, Preciados, Carmen, etc. Me
sorprendió ver a gentes de todas las edades cargadas con bolsas de Primark, Zara, El Corte Inglés, etc.
Parecía la fiesta del consumo puro y duro. En medio de esta barahúnda tuvimos
tiempo para visitar algunas iglesias y caminar disfrutando de una tarde no
demasiado fría. Pasar en pocas horas del silencio y la calma de Vinuesa al
barullo de Madrid es algo que siempre llevo a disgusto. Me pregunto cómo se
puede ser humano en una gran ciudad, pero sé que esta es una pregunta sin respuesta, casi impertinente para los urbanitas de pura cepa.
El proceso de urbanización no para de crecer. Cuando ya sea tarde, nos quejaremos
de que la vida demasiado artificial, la distancia de la naturaleza, nos ha
deshumanizado más de lo que podíamos sospechar, pero este es otro cantar.
A mitad del paseo
invité a mi amigo indio a tomar una taza de chocolate caliente con churros.
Pensé hacerlo en la célere chocolatería San Ginés,
fundada en 1894, refugio de escritores y artistas, pero era tal la cola de
clientes que preferí dirigirme a otra de menos renombre. En cualquier caso, a
mi amigo le llamó la atención el número de chocolaterías abiertas en el centro
de Madrid. En verano se había fijado, más bien, en las cervecerías. El chocolate
es un producto caro en la India, así que se sorprendió de la pasión madrileña
por este producto de invierno. Encontramos un local discreto en la calle Mayor.
Aunque había bastante gente, quedaba una mesita libre. Allí, sin prisas, degustamos
nuestra taza caliente y dimos cuenta de algunos churros que, a mi juicio,
estaban en su punto. Si una taza
de café o una pizza
juntos pueden ser ocasión de grandes conversaciones, no se queda atrás el poder
convocante de una buena taza de chocolate acompañada de churros calentitos,
sobre todo si afuera corre el viento de la sierra y todo invita a guarecerse en
un rincón cálido. Los clientes de las mesas vecinas miraban de reojo a mi amigo
de la India. Me daba la impresión de que en su imaginario no figuraba la
estampa de un indio mojando un churro en el chocolate. En el curso de la
conversación recordamos que nuestro fundador, san Antonio María Claret, era muy
aficionado al chocolate. Se ve, pues, que la querencia por este producto tiene
un claro componente carismático.
La vida cotidiana
está repleta de pequeños sacramentos,
de signos que nos ayudan a no perder la dirección del camino. No es necesario
disponer de una mansión y un yate para ser felices. Basta aprovechar esos
pequeños sacramentos para caer en la cuenta de que Dios se cuela por las
rendijas de las mejores experiencias humanas. Cuando varias personas se reúnen para
comer juntas, tomar un café, una cerveza o una taza de chocolate, se produce el
milagro del encuentro, que es un poderoso antídoto contra la cultura del
descarte, el individualismo y la soledad. Cuando dos o más personas nos
encontramos, estamos afirmando el misterio de la vida y, sin darnos cuenta,
estamos también confesando al Dios de la vida. Solo hay fe donde hay encuentro. Por
eso, las culturas individualistas y cerradas tienen tantas dificultades para
creer. Todo lo que nos ayude a estrechar lazos, a comunicarnos en profundidad,
a abrirnos a otras personas, es un terreno propicio para que eche raíces la
experiencia de la fe. Jesús mismo quiso ligar la eficacia de sus sacramentos a
ritos humanos que tienen que ver con el comer y el beber, el hablar y el
lavarse… Él no inventó el sacramento del chocolate con churros porque en su
tiempo no se conocía este producto americano, pero bien podemos incorporarlo hoy
a la galería de signos que hacen la vida más agradable y significativa.
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