Pocas personas saben que
hoy celebramos la memoria del beato
Pablo VI (1897-1978). Reconozco que es un Papa al que admiro. Fue el Papa de
mi niñez y adolescencia. Siempre me llamó la atención su capacidad de unir el
Evangelio de siempre con las grandes inquietudes de la época moderna. Fue, sin
duda, el Papa más moderno del siglo
XX, el que mejor comprendió el abismo entre la fe y la cultura, el que más intentó
establecer un diálogo profundo. Es el Papa de la hermosísima exhortación apostólica Evangelii nuntiandi. Por desgracia, el régimen franquista lo
presentó como enemigo de España, cuando, en realidad, amaba este país y deseaba
que caminara hacia una sana vida democrática. A la hora de escribir, su estilo
era personalísimo. Llegaba al corazón, no se perdía en especulaciones abstractas.
Los entendidos dicen que estaba muy influido por los clásicos franceses a los
que tanto admiraba. Le tocó llevar el timón de la barca de Pedro durante los años convulsos que siguieron al Concilio Vaticano II. Muchos tradicionalistas lo consideraron traidor a las esencias de la Iglesia. Los progresistas lo veían como un hombre dubitativo, hamletiano, incapaz de promover los cambios que, según ellos, eran imprescindibles. Él intentó mantener siempre el equilibrio. Sufrió mucho. No fue muy popular. Carecía de la bonhomía de Juan XXIII o de las dotes actorales de Juan Pablo II. Demasiado sutil para ser comprendido en su tiempo. La historia le hará justicia. Menos de seis meses antes de morir, el 19 de marzo de 1978,
dirigió unas hermosas palabras a los jóvenes sobre el significado de Jesús en
sus vidas. Creo que merece la pena meditarlas en un día como hoy. Os dejo con
ellas:
Palabras de Pablo VI sobre Jesús
¿Quién es este Jesús, a quien deseáis salir al
encuentro? Desde hace dos mil años,
esta pregunta fundamental está clavada en el corazón mismo de la historia y de
la cultura humana; pero es la misma pregunta que se hacían en Palestina los
contemporáneos de Jesús, oyentes de su palabra y testigos de sus signos
prodigiosos: “¿Quién es Este?” (Mc 4,
41; Mt 21, 10). El misterio de
Jesús inquietaba y sigue inquietando a los hombres, los cuales han
respondido y responden o con la repulsa preconcebida, o con la indiferencia
abúlica, o, por el contrario, con la ardiente adhesión de fe, que implica y
transforma toda la persona.
Para nosotros y para vosotros, queridísimos
jóvenes, Jesús de Nazaret no es simplemente un genio religioso, que ha de ser
situado junto o aun por encima de tantas personalidades que en el transcurso de
la historia lanzaron a la humanidad un mensaje sobre Dios; no es solamente un
gran profeta, en quien se habría manifestado la presencia de lo divino de un
modo peculiar y sobreabundante; no es un superhombre o un supermístico, cuya
acción y cuya doctrina podrían aún estimular o fascinar a almas particularmente
sensibles.
A la apremiante pregunta de Jesús: “Vosotros, ¿quién decís que soy Yo?”, respondemos con Simón Pedro: “Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo” (Mt 16, 16), y con Tomás: “¡Señor mío y Dios mío!” (Jn 20, 28), Él es quien tiene poder para asegurar a un pobre paralítico: “Hijo, se te perdonan los pecados” (Mc 2, 5), sanándole asimismo en prueba de su desconcertante afirmación; es quien, ante los escribas y fariseos, estupefactos, se declara “señor del sábado” (Mc 2, 28), capaz de revisar y de modificar desde dentro la legislación mosaica (cf. Mt 5, 21 ss.). Es quien afirma ser “el camino, la verdad y la vida” (Jn 14, 6), “la resurrección y la vida” (Jn 11, 25) de todos los hombres que crean en Él; es quien sale al encuentro de la muerte como dominador y con su resurrección desconcierta los planes mezquinos de sus contrarios. Jesús de Nazaret es verdaderamente el centro de la historia, como proclamó San Pablo: “Es imagen de Dios invisible, engendrado antes que toda creatura; pues por su medio se creó el universo celeste y terrestre, lo visible y lo invisible... Todo fue creado por El y para El. El es antes que todo y el universo tiene en Él su consistencia” (Col 1, 15 ss.).
A Cristo Jesús, Verbo encarnado, Hijo eterno de Dios, nuestra adoración humilde, nuestra fe firme, nuestra esperanza serena, nuestro amor incondicional. Vale verdaderamente la pena, queridísimos hijos, comprometer la propia vida en seguirle a El, sólo a El, aun sabiendo que esta decisión llevará consigo renuncias, sacrificios, riesgos e incomprensiones. Pero Jesucristo, escribió Pascal, “es un Dios al que uno se acerca sin orgullo y se somete sin desesperación” (B. Pascal, Pensamientos, fr. 528).
A Cristo Jesús, Verbo encarnado, Hijo eterno de Dios, nuestra adoración humilde, nuestra fe firme, nuestra esperanza serena, nuestro amor incondicional. Vale verdaderamente la pena, queridísimos hijos, comprometer la propia vida en seguirle a El, sólo a El, aun sabiendo que esta decisión llevará consigo renuncias, sacrificios, riesgos e incomprensiones. Pero Jesucristo, escribió Pascal, “es un Dios al que uno se acerca sin orgullo y se somete sin desesperación” (B. Pascal, Pensamientos, fr. 528).
Vosotros, jóvenes, buscáis apasionadamente la
alegría, la buscáis en los demás, en los acontecimientos, en las cosas. Jesús
os promete su alegría plena (cf. Jn 15, 11; 16, 22. 24; 1 Jn 1,
4).
Vosotros buscáis la autenticidad y aborrecéis
la doblez: Jesús desenmascaró la hipocresía de quienes querían instrumentalizar
al hombre, especialmente en sus relaciones con Dios (cf. Mt 23,
5-7; Mc 3, 4).
Vosotros queréis ser estimados por lo que sois
y no por lo que poseéis. Jesús dijo: “Cuidado, guardaos de toda codicia, que,
aunque uno ande sobrado, su vida no depende de sus bienes” (Lc 12,
15).
Vosotros tenéis miedo a
la soledad, que entristece el corazón y acentúa el individualismo egoísta. Jesús nos da parte en la comunión que existe entre El y el Padre
(cf. Jn 14, 23 ss.) y dilata nuestro corazón para amar a todos los
hombres, hijos del mismo Padre (cf. Jn 15, 12 ss.).
Vosotros buscáis la liberación del pecado, que
degrada al hombre, la liberación del mal, de los condicionamientos sociales, de
las tinieblas de la ignorancia. Cristo
es la luz que “ilumina a todo hombre”
(Jn 1, 9; 8, 12), es nuestra liberación (cf. Jn 8, 36; Gál 4.
31).
Vosotros, jóvenes,
queréis transformar el mundo, hacerlo más bello y más justo: Cristo, con su
encarnación, pasión y resurrección, renovó la realidad y a nosotros mismos: “El que es de Cristo, es una creatura nueva;
lo viejo pasó; mirad, existe algo nuevo” (2 Cor5, 17).
Así, pues, que Cristo
esté en el centro de vuestro corazón, para entregaros generosamente a los
demás; en el centro de vuestra inteligencia, para dar a la historia y a la
cultura una perspectiva cristiana; en el centro de vuestra vida de ciudadanos
en una sociedad que cada vez tiene más necesidad de las ideas y de las fuerzas
de los jóvenes. “En Cristo lo tenemos
todo —escribió San Ambrosio— ...Cristo
es todo para nosotros. Si deseas curarte una herida, El es el médico; si ardes
de fiebre, El es el manantial que reanima; si te abruma la culpa, El es la
justificación; si necesitas ayuda, El es la fuerza; si temes la muerte, El es
la vida; si deseas el Cielo, El es el camino; si huyes de las tinieblas, El es
la luz; si necesitas alimento, El es la comida” (San Ambrosio, La Virginidad, XVI; PL 16,
291).
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