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martes, 26 de septiembre de 2017

Él siempre en el centro

Pocas personas saben que hoy celebramos la memoria del beato Pablo VI (1897-1978). Reconozco que es un Papa al que admiro. Fue el Papa de mi niñez y adolescencia. Siempre me llamó la atención su capacidad de unir el Evangelio de siempre con las grandes inquietudes de la época moderna. Fue, sin duda, el Papa más moderno del siglo XX, el que mejor comprendió el abismo entre la fe y la cultura, el que más intentó establecer un diálogo profundo. Es el Papa de la hermosísima exhortación apostólica Evangelii nuntiandiPor desgracia, el régimen franquista lo presentó como enemigo de España, cuando, en realidad, amaba este país y deseaba que caminara hacia una sana vida democrática. A la hora de escribir, su estilo era personalísimo. Llegaba al corazón, no se perdía en especulaciones abstractas. Los entendidos dicen que estaba muy influido por los clásicos franceses a los que tanto admiraba. Le tocó llevar el timón de la barca de Pedro durante los años convulsos que siguieron al Concilio Vaticano II. Muchos tradicionalistas lo consideraron traidor a las esencias de la Iglesia. Los progresistas lo veían como un hombre dubitativo, hamletiano, incapaz de promover los cambios que, según ellos, eran imprescindibles. Él intentó mantener siempre el equilibrio. Sufrió mucho. No fue muy popular. Carecía de la bonhomía de Juan XXIII o de las dotes actorales de Juan Pablo II. Demasiado sutil para ser comprendido en su tiempo. La historia le hará justicia. Menos de seis meses antes de morir, el 19 de marzo de 1978, dirigió unas hermosas palabras a los jóvenes sobre el significado de Jesús en sus vidas. Creo que merece la pena meditarlas en un día como hoy. Os dejo con ellas:


Palabras de Pablo VI sobre Jesús

¿Quién es este Jesús, a quien deseáis salir al encuentro? Desde hace dos mil años, esta pregunta fundamental está clavada en el corazón mismo de la historia y de la cultura humana; pero es la misma pregunta que se hacían en Palestina los contemporáneos de Jesús, oyentes de su palabra y testigos de sus signos prodigiosos: “¿Quién es Este?” (Mc 4, 41; Mt 21, 10). El misterio de Jesús inquietaba y sigue inquietando a los hombres, los cuales han respondido y responden o con la repulsa preconcebida, o con la indiferencia abúlica, o, por el contrario, con la ardiente adhesión de fe, que implica y transforma toda la persona.

Para nosotros y para vosotros, queridísimos jóvenes, Jesús de Nazaret no es simplemente un genio religioso, que ha de ser situado junto o aun por encima de tantas personalidades que en el transcurso de la historia lanzaron a la humanidad un mensaje sobre Dios; no es solamente un gran profeta, en quien se habría manifestado la presencia de lo divino de un modo peculiar y sobreabundante; no es un superhombre o un supermístico, cuya acción y cuya doctrina podrían aún estimular o fascinar a almas particularmente sensibles.

A la apremiante pregunta de Jesús: “Vosotros, ¿quién decís que soy Yo?”, respondemos con Simón Pedro: “Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo” (Mt 16, 16), y con Tomás: “¡Señor mío y Dios mío!” (Jn 20, 28), Él es quien tiene poder para asegurar a un pobre paralítico: “Hijo, se te perdonan los pecados” (Mc 2, 5), sanándole asimismo en prueba de su desconcertante afirmación; es quien, ante los escribas y fariseos, estupefactos, se declara “señor del sábado” (Mc 2, 28), capaz de revisar y de modificar desde dentro la legislación mosaica (cf. Mt 5, 21 ss.). Es quien afirma ser “el camino, la verdad y la vida” (Jn 14, 6), “la resurrección y la vida” (Jn 11, 25) de todos los hombres que crean en Él; es quien sale al encuentro de la muerte como dominador y con su resurrección desconcierta los planes mezquinos de sus contrarios. Jesús de Nazaret es verdaderamente el centro de la historia, como proclamó San Pablo: “Es imagen de Dios invisible, engendrado antes que toda creatura; pues por su medio se creó el universo celeste y terrestre, lo visible y lo invisible... Todo fue creado por El y para El. El es antes que todo y el universo tiene en Él su consistencia” (Col 1, 15 ss.).

A Cristo Jesús, Verbo encarnado, Hijo eterno de Dios, nuestra adoración humilde, nuestra fe firme, nuestra esperanza serena, nuestro amor incondicional. Vale verdaderamente la pena, queridísimos hijos, comprometer la propia vida en seguirle a El, sólo a El, aun sabiendo que esta decisión llevará consigo renuncias, sacrificios, riesgos e incomprensiones. Pero Jesucristo, escribió Pascal, “es un Dios al que uno se acerca sin orgullo y se somete sin desesperación” (B. Pascal, Pensamientos, fr. 528).

Vosotros, jóvenes, buscáis apasionadamente la alegría, la buscáis en los demás, en los acontecimientos, en las cosas. Jesús os promete su alegría plena (cf. Jn 15, 11; 16, 22. 24; 1 Jn 1, 4).

Vosotros buscáis la autenticidad y aborrecéis la doblez: Jesús desenmascaró la hipocresía de quienes querían instrumentalizar al hombre, especialmente en sus relaciones con Dios (cf. Mt 23, 5-7; Mc 3, 4).

Vosotros queréis ser estimados por lo que sois y no por lo que poseéis. Jesús dijo: “Cuidado, guardaos de toda codicia, que, aunque uno ande sobrado, su vida no depende de sus bienes” (Lc 12, 15).

Vosotros tenéis miedo a la soledad, que entristece el corazón y acentúa el individualismo egoísta. Jesús nos da parte en la comunión que existe entre El y el Padre (cf. Jn 14, 23 ss.) y dilata nuestro corazón para amar a todos los hombres, hijos del mismo Padre (cf. Jn 15, 12 ss.).

Vosotros buscáis la liberación del pecado, que degrada al hombre, la liberación del mal, de los condicionamientos sociales, de las tinieblas de la ignorancia. Cristo es la luz que “ilumina a todo hombre” (Jn 1, 9; 8, 12), es nuestra liberación (cf. Jn 8, 36; Gál 4. 31).

Vosotros, jóvenes, queréis transformar el mundo, hacerlo más bello y más justo: Cristo, con su encarnación, pasión y resurrección, renovó la realidad y a nosotros mismos: “El que es de Cristo, es una creatura nueva; lo viejo pasó; mirad, existe algo nuevo” (2 Cor5, 17).

Así, pues, que Cristo esté en el centro de vuestro corazón, para entregaros generosamente a los demás; en el centro de vuestra inteligencia, para dar a la historia y a la cultura una perspectiva cristiana; en el centro de vuestra vida de ciudadanos en una sociedad que cada vez tiene más necesidad de las ideas y de las fuerzas de los jóvenes. “En Cristo lo tenemos todo —escribió San Ambrosio— ...Cristo es todo para nosotros. Si deseas curarte una herida, El es el médico; si ardes de fiebre, El es el manantial que reanima; si te abruma la culpa, El es la justificación; si necesitas ayuda, El es la fuerza; si temes la muerte, El es la vida; si deseas el Cielo, El es el camino; si huyes de las tinieblas, El es la luz; si necesitas alimento, El es la comida” (San Ambrosio, La Virginidad, XVI; PL 16, 291).

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