¿Hay algún nexo entre el Brexit, el triunfo de Trump en las
elecciones norteamericanas, la deriva autoritaria venezolana, la reciente entrada de la extrema derecha en el
Parlamento alemán, los movimientos populares en Cataluña, Polonia o Hungría,
por ejemplo? Para el político y escritor José María Lasalle (1966), sí lo hay. En una interesante
entrevista,
aunque muy larga y compleja, publicada ayer por el periódico catalán La Vanguardia, afirma que este nexo es el populismo (¡ojo, porque este concepto es polisémico!), un
movimiento que se puede ir propagando por toda Europa en los próximos años.
Según él, la causa es que “la falta de
respuestas hace que el modelo de democracia liberal esté siendo cuestionado en
la calle y desde la emocionalidad. Es un fenómeno complejo que adopta rostros
muy distintos dependiendo de dónde está el eje aglutinante de la tensión social
o del malestar”. Mucha gente, sobre todo después de la crisis económica que
empezó en el 2008, se ha sentido timada
por las instituciones económicas y luego por las políticas. Se ha desprestigiado
la cosa pública. Todo ha quedado
envuelto en el manto de la corrupción. Las ideologías cayeron hace tiempo. La
globalización produce miedo. Llega la hora de las emociones, de la vuelta a lo
particular, de la defensa del propio espacio, del refugio en la tribu, de la seguridad que proporciona lo nuestro. Los
mensajes renuncian a la complejidad y se transforman en eslóganes: “Europa nos roba” (Brexit); “España nos roba” (Cataluña), etc. ¿Qué
sentido tiene pararse a reflexionar y dialogar cuando los sentimientos y las
emociones hanno preso il soppravento (es
decir, “se han apoderado”) sobre las reflexiones? El subidón de adrenalina que produce marchar con miles de personas por una avenida exime de pensar por uno mismo y ser autocrítico. Lo importante es alentar unos ideales utópicos e identificar a un enemigo común contra el que luchar. Lo demás vendrá por añadidura.
Y aquí viene el drama en el
que nos encontramos, “porque -en
palabras de José María Lasalle- la
democracia no está capacitada para operar de una manera precisa y plenamente
eficiente sobre un mundo de pasiones, de sentimientos y de emocionalidad. La
democracia nació para desactivarlos, pero cuando aloja en su seno las propias
emociones y estas sustituyen a la formalidad de la racionalidad legal, nos
abocan a conflictos tremendamente complejos”. El antiguo régimen pre-democrático
se servía de emociones tribales, religiosas, de clase, etc. para establecer
diferencias y privilegios. La democracia quiso superar estas discriminaciones
haciendo que todo ciudadano -con independencia de su lugar de nacimiento, raza,
lengua, religión etc.- tuviera los mismos derechos y deberes esenciales. Para
ello se dotó de instrumentos legales que sirvieran de referencia objetiva, por
encima de los vaivenes emocionales de las personas y los pueblos. Cuando en
plena crisis de la democracia, estos instrumentos legales son sustituidos por
movimientos emocionales, se produce una regresión
a etapas históricas que creíamos superadas y para las cuales no existen
mecanismos eficaces que permitan manejar estos nuevos-viejos fenómenos.
A ello se añade la eclosión
de las redes sociales y, en general, de la sociedad de la información, que hace
que el tiempo virtual se equipare al tiempo real. Ya no hay plazos intermedios.
Todo se quiere aquí y ahora, inmediatamente,
a golpe de click. Cuando las
emociones se apoderan de las personas y de los grupos, ya no hay tiempo para
los largos procesos reflexivos que imponen las viejas instituciones democráticas antes de tomar decisiones y
aprobar leyes. Todo hay que ventilarlo cuanto antes, en la calle, y transmitirlo
en directo por la televisión y las redes sociales. Los procesos de cambio se
convierten en una suerte de espectáculos en los que salimos a la calle como
quien va de romería: sonriendo, repartiendo globos y claveles, compartiendo bocatas y subiendo a los
niños en los hombros de sus padres. La gente siente que pertenece a un grupo con el que comparte emociones,
aunque no esté segura de si esas emociones llevan a alguna parte o son una válvula de escape. Si alguien pretende indagar en ese mundo emocional o quiere cuestionarlo, la
respuesta es casi siempre la misma: “No
lo entiendes”. Cuando uno se refugia en su escondrijo sentimental
para no tener que abordar un diálogo reflexivo, las posibilidades de encuentro y
discernimiento son mínimas. Los sentimientos no se juzgan, se respetan; las ideas pueden ser sometidas a discusión. Lo que parece un avance democrático (“el pueblo habla en la calle”, “somos un millón”, etc.), es, probablemente,
la antesala de fenómenos dictatoriales. Cuando la emoción desplaza a la
reflexión, estamos expuestos a todo tipo de chantajes y manipulaciones. Comienzan de manera
suave, simpática, popular, callejera, y acaban eliminando cualquier elemento
que pueda enturbiar la fiesta de la
democracia. Los otros (Europa, España, los inmigrantes, etc.) son, por definición, no solo adversarios, sino enemigos. “En un contexto en el que el tiempo real es el que gobierna la política, -dice Lasalle- la capacidad de respuesta, si uno quiere aplicar los mecanismos de análisis de la modernidad, colapsa. Porque no tienes una capacidad de respuesta inmediata. No puede haberla para alguien que realmente cree en la razón y cree en la complejidad, y considera que todo es complejo y necesita discursos que interpreten, que diagnostiquen correctamente las causas, cuáles pueden ser los efectos, cómo controlar los daños asociados a las políticas o cuáles son las oportunidades que generan esas mismas políticas”.
¿Qué hacer? La solución no es nada fácil porque no se puede improvisar con la misma rapidez con que se organiza una manifestación callejera o se orquesta una campaña mediática: “Por eso el populismo es un fenómeno tan complejo de desactivar, porque se ofrece como una solución para gestionar el tiempo real. Y opera en el inconsciente de inseguridad, de incertidumbre, de malestar que provoca en la inmensa mayoría de los mortales el hecho de no encontrar respuestas inmediatas a lo que nos está sucediendo”. Europa, que ha lidiado a lo largo de su compleja historia con múltiples fenómenos, tiene que aprender ahora a lidiar con un populismo que se presenta como post-democrático (o quizá, mejor: post-institucional), que apela a “la gente”, “el pueblo”, “la calle” como instancias de legitimación, que suena bien a los oídos de muchas personas desencantadas de las viejas instituciones democráticas, pero que engendra enormes contradicciones y que no está sometido a controles objetivos. Como toda crisis, puede ser un tiempo de demolición, pero también una oportunidad para alumbrar una democracia más auténtica. De la manera como se afronte este hecho, dependerá el futuro del viejo continente. Estamos solo al comienzo de un fenómeno de vastas proporciones. Obviamente, el uso de la fuerza no es la mejor solución.
Es cierto que la fuerza no es ni la mejor ni la solución a ese panorama tan preocupante y que entra dentro de los sentimientos que buscan poco la racionalidad como antídoto. Pero, sin embargo, los "dirigentes" que mueven al pueblo y apelan a sus sentimientos están utilizando siempre la fuerza, sutil o visible y enérgica cuando les conviene.
ResponderEliminarHay que volverse a Dios y confiar en que sus caminos no son nuestros caminos, como decía la lectura de Isaias de este domingo. Solo así, me siento capaz de resistir esta preocupación grande por algo que parece imposible de controlar y que tiene visos de que solo termina (falsamente) cuando llega alguien que lo controla todo después de haber luchado contra el control democrático.