Hay preguntas marcadas
por la cortesía que es mejor que no tengan una respuesta precisa. Si alguien pregunta
en inglés: How are you?, casi todo el
mundo se limita a salir del paso respondiendo: “Fine, thank you”. Algo parecido sucede en casi todas las lenguas.
En español disponemos de varias preguntas, que varían según los países o
personas. Una bastante frecuente es: “¿Qué
tal estás?”. O, de manera abreviada: “¿Qué
tal?”. La respuesta más típica y tópica es: “Bien, gracias”. A veces, se completa con la coletilla: “¿Y tú?”. Por lo general, sobre todo
cuando se trata de saludos rápidos, nadie espera una respuesta larga. Se
conforma con el lacónico: “Bien, gracias”.
Pero, ¿qué pasaría si una persona se tomara en serio la pregunta y comenzara a
contarnos cómo está en realidad? ¿Estamos preparados para escucharnos a ese nivel,
o preferimos quedarnos en el nivel rápido y poco exigente de la cortesía? En el
lenguaje juvenil, hace años que la tópica respuesta fue transformada en una
pregunta con retranca: “Bien, ¿o te lo
cuento?”. Es una forma de decir que es preferible que uno se quede con la
impresión de que todo va bien, porque, si hubiera que responder de verdad, las
cosas serían más complejas y probablemente no tan buenas.
El viejo análisis
transaccional hablaba de cuatro posiciones existenciales básicas: Yo bien-tú bien; yo bien-tú mal; yo mal-tú bien
y yo mal-tú mal. El método decía que cada uno de nosotros solemos seguir un
guion tipo desde la infancia. No voy a revelar el mío, pero me sorprendo de que
en las últimas semanas son varias las personas que, a la pregunta, ¿Cómo estás?, no se han limitado a responder
con el típico “Bien, gracias”, sino
que me han confesado abiertamente: “Estoy
mal”. Y no a causa de una enfermedad o de un fracaso, sino como expresión
de un tono vital bajo, rayano en la depresión. Es como si, ante la avalancha de
malas noticias, uno ya no tuviera capacidad de digestión, y menos de reacción. Entonces,
se enciende una luz roja que parece indicar: vivir así no tiene sentido, no
encuentro placer en lo que hago, me siento solo, me aburre la comunicación con
los demás, el mundo va de mal en peor, la fe (en el caso de los creyentes) no
me sirve para nada cuando más la necesito… Es como si la sociedad en su
conjunto fuera una especie de manicomio.
Cuando alguien dice “Estoy mal” no busca una solución
milagrosa. En realidad, la frase “Estoy
mal” podría ser cambiada por otra más precisa: “Necesito que me escuches”. En situaciones así, todos necesitamos “el
bálsamo de la escucha”. Lo que ocurre es que vivimos tan acelerados,
tenemos tantas (hipotéticas) cosas que hacer, que muy pocas personas se ponen
en disposición de que alguien responda de verdad a la pregunta: “¿Qué tal estás?”. La mejor forma de
mostrar que estamos dispuestos a que la otra persona responda a sus anchas,
explayándose todo lo que necesite, es formular la pregunta de tal manera que,
por el tono y la inflexión de la voz, la otra persona perciba que no estamos formulando
la típica pregunta de cortesía sino que, de verdad, estamos interesados en
saber cómo está. No solo eso: que estamos dispuestos a tomarnos todo el tiempo
necesario para que ella responda con tranquilidad. Un ejercicio tan sencillo
como éste puede cambiar el tono vital de muchas personas. Cuando alguien me
pregunta qué puede hacer para poner un poco de serenidad en la tensa situación
social que estamos viviendo, mi respuesta es directa: escuchar. ¿Solo eso?
¡Solo! Haz la prueba.
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