Anoche lucía una
oronda luna llena sobre la sierra madrileña. Se respiraba un aire fresco y
limpio. Antes de sentarme a escribir la entrada de hoy, dejé que esa luna llena – a la
que cantó Víctor Manuel en un disco que todavía conservo – me evocara dos acontecimientos
que concurren en esta fecha: mi primera profesión como claretiano en 1976 y la
muerte de una mujer muy conocida 21 años más tarde. Aquel 5 de septiembre de
1997 me encontraba yo en Roma participando en el XXII Capítulo General de mi
Congregación. Cinco días antes había fallecido Lady Di en un fatal accidente de
tráfico bajo un puente de París. La noticia dio la vuelta al mundo. Al impacto
mundial de la muerte de la “princesa del pueblo” siguió otro bombazo
informativo, aunque más esperado: la muerte de la Madre Teresa de Calcuta, una anciana arrugada de 87 años, amiga de la princesa inglesa. El
gobierno indio organizó un funeral de estado. Era la forma de reconocer la extraordinaria
contribución de esta menuda mujer albanesa, y de la Congregación religiosa
fundada por ella, a los más pobres del país y, sobre todo, de la populosa y
caótica ciudad de Calcuta. El reconocimiento fue casi general, aunque desde
entonces también son recurrentes las opiniones sobre el lado oscuro de Madre Teresa. Con motivo de su canonización hace un año volvieron
a surgir duras críticas contra ella. Es inimaginable que una figura de su complejidad y alcance se libre de
opiniones encontradas. Hace un año, con motivo de su canonización por el papa Francisco, recordaba en este mismo Rincón algunas de sus frases más inspiradoras.
Las Misioneras de la
Caridad son hoy alrededor de 4.500 religiosas extendidas por más de 130
países en todo el mundo. Las he encontrado en el monte Celio de Roma, en un
barrio de San Petersburgo y en los suburbios de muchas ciudades como
Libreville, San Pedro Sula y Manila. Sin la aureola que las cubrió hace años,
siguen escuchando la voz del Cristo que dice: “Tengo sed” (Jn 19,23). Estas palabras – generalmente escritas en
inglés – están colocadas en todas las capillas que las Misioneras de la Caridad
tienen alrededor del mundo. Su trabajo abnegado – la discusión sobre su profesionalidad me suena a las
disquisiciones de los aficionados al toreo que huyen cuando ven un toro a un
kilómetro – sería imposible sin la contemplación diaria del Cristo eucaristía.
Solo comiendo y adorando al Cristo hecho pan, ellas son capaces de partirse y
repartirse. La misión es siempre eucarística. Son mujeres eucaristizadas que tienen la capacidad de reconocer el rostro desfigurado
de Cristo en los millones de pobres que casi nadie quiere a su lado, en los sobrantes de esta humanidad basada en el
predominio de los fuertes sobre los débiles.
Hace años causó
estupor el libro Mother
Teresa: Come Be My Light en el que, a través de sus cartas y escritos
personales, el lector se asomaba a la
“noche oscura” de esta santa que para muchos era un dechado de fe y
amor. Quizás el revuelo se debió a la errónea comprensión que solemos tener
acerca de la fe, como si la experiencia del creer fuera siempre luminosa, transparente,
cierta. En realidad, los grandes místicos han vivido el descenso a los
infiernos del no-Dios, han sido los grandes ateos
que han probado en sus carnes la desolación que significa una vida sin
fundamento. Por eso, porque han experimentado la cara B de la vida, son capaces
de acompañar a las personas que no creen, que titubean, que se hacen preguntas.
Ellos son los “centinelas del Absoluto” en la noche de la búsqueda de sentido.
Su alegría y su entrega generosa no son el fruto espontáneo de un carácter expansivo
o de algunos ejercicios de mindfulness sino
la victoria sobre la tristeza del sinsentido y el repliegue del egoísmo. Todo
santo tiene siempre algo de guerrero. Su vida es un combate, un triunfo de la
gracia de Dios sobre las tendencias disgregadoras que amenazan la naturaleza
humana. El caso de Madre Teresa es uno más de los muchos que registra la
historia de la Iglesia y de la humanidad.
En un día como
hoy, el recuerdo de Madre Teresa me abre los ojos para caer en la cuenta de las
muchas madres teresas –anónimas,
probadas, valientes – esparcidas por
todo el mundo, personas (mujeres y hombres) que han optado por entregar su vida
a Dios y a los demás, sin el reconocimiento del Premio
Nobel y sin la publicidad que acompañó a Madre Teresa en las últimas décadas
de su vida. Soy muy sensible a las personas que dedican su tiempo a cuidar a
los enfermos y, sobre todo, a los ancianos abandonados. Me parecen la retaguardia
de la historia. Admiro a los científicos que hacen nuevos descubrimientos, a
los artistas que nos deslumbran con sus creaciones, a algunos deportistas
luchadores y poco vanidosos, pero las personas que más me inspiran son siempre
las que han renunciado a sí mismas para que otros (niños, necesitados,
ancianos) vivan con más dignidad. Ellas ocupan siempre el primer puesto en el
podio de mis preferencias.
Hoy recé con parte de mi familia (segunda generación) un Padrenuestro y un silencio para dar gracias por la vocación de Gonzalo y para que le siga dando fuerza, clarividencia e incremento de sus carismas en todas sus tareas y también, claro, en este blog. También recé por la Santa Madre Teresa de Calcuta. Los aniversarios de la muerte de la Santa y de la primera misa de Gonzalo eran un momento ideal para acercarse a la iglesia de Santo Domingo (Clarisas) de Soria. Templo que invita al rezo y al silencio.
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