Hoy luce un sol
radiante en Roma. Es como si el tiempo se pusiera a tono con el evangelio del
segundo domingo de Cuaresma, que habla de la transfiguración de Jesús en lo
alto de un monte: “Mientras oraba, el aspecto de su rostro cambió, sus vestidos
brillaban de blancos” (Lc 9,29). Me gustaría darme un paseo por Villa Glori o
Piazza del Popolo para disfrutar del buen tiempo, pero debo quedarme en casa.
Hoy me toca atender la portería y el teléfono. Es un servicio rotatorio que
asumimos todos los miembros de la comunidad el fin de semana para que los
empleados puedan descansar. Esto me permite leer y escribir con calma.
El pasado domingo,
sin embargo, después de celebrar la Eucaristía en una residencia de ancianas,
fui con mi amigo Juan, venido de Sevilla, a nuestra iglesia de Santa Lucia in
Gonfalone, en el corazón de la Roma renacentista. Cada domingo, en la cripta
polivalente (que lo mismo hace de sala de conferencias y de conciertos que de comedor),
un grupo de unos 20 voluntarios, animado por el claretiano Franco Incampo,
organiza una comida para los mendigos y los sintecho. Viene gente del barrio y
de otros lugares de Roma. Hay italianos y extranjeros (casi al cincuenta por
ciento), hombres y mujeres, jóvenes y viejos. Juan y yo estuvimos de voluntarios. En el grupo había también una japonesa y una francesa. Entre todos preparamos trece mesas
para ocho comensales cada una (comieron más de cien personas en total). Juan y yo servimos con
cariño el menú a los comensales de la mesa 7: entrantes varios, pasta,
salchichas de pavo (el cerdo está vedado por la presencia de varios musulmanes), verduras, fruta y dulces. Todo ello regado con zumos de frutas, agua y Coca-Cola, que algunos mezclaban sin ninguna preocupación dietética. En estos comedores, el vino es una bebida un poco peligrosa. Como era san Valentín, todos se llevaron un bacio
perugina (típico bombón italiano) con un mensaje de amor en cuatro lenguas.
Cuando muchos bajaban
las escaleras de la cripta venían desfigurados, tristes, como si sus caras
fueran el mapa de las desgracias acumuladas. Algunos olían muy mal. De hecho,
uno de los comensales de la mesa 7 se negó a sentarse en ella porque una
anciana despedía un olor nauseabundo. La comida, la conversación y el hecho de
sentirse acogidos fueron cambiando el rostro de la mayoría. Empezaron a sonreír.
Dos (un barbudo anciano y una chica joven) se animaron a cantar canciones típicas
italianas. Se produjo una “transfiguración” de dimensiones domésticas. Los
rostros ajados por la vida de la calle cobraron una expresividad que permanecía
como sepultada bajo las arrugas de la mayoría.
Caigo en la
cuenta de que todos tenemos el poder de transfigurar las cosas, incluso las
realidades más desfiguradas. Basta mirar
a los ojos de las personas, reconocer su dignidad, sonreír y estrechar una
mano. Pocas armas son más transformadoras que este compuesto que no es necesario
adquirir en ninguna farmacia porque nos viene de serie.
Qué maravilla!!! Seguro que la sonrisa, conseguida con ese amor claretiano que todos podemos tratar de ejercer, sirvió para vivir un domingo mucho más completo.
ResponderEliminarGundisalvus, si que tenemos trabajo que realizar ante los disfuguros que vivimos para transfigurarlos en lo que deben ser: presencia viva de la Bondad, la Belleza y la Verdad. Gracias por tu reflexión en este tiempo y espacio de búsqueda. Animo y saludos desde México.
ResponderEliminarSuper! es la transfiguración espléndida que llega cuando se arde en caridad! Bendiciones desde Panamá!
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