Durante muchos
años he vivido en grandes ciudades: sobre todo, en Madrid y Roma. Sin embargo, tengo
alma rural. Las ciudades acaban pareciéndome siempre un supermercado, no un
hogar. Y eso que, según se escribe, "el futuro de la humanidad se juega en las ciudades". Sé que hay gente que no soporta el control que se ejerce en los pequeños
pueblos, su dosis de chismorreo y, a veces, su horizonte romo. Muchos escogen la libertad que proporciona el anonimato urbano. Lo
comprendo. La vida rural tiene sus limitaciones y miserias, pero a mí me encanta. Prefiero saludar a las
personas antes que ignorarlas, me gusta saber quién es quién, contemplar piedras cargadas de historia, reconocer cada esquina, respirar aires saludables, celebrar fiestas centenarias como La Pinochada, escuchar los sonidos del viento norte o los jilgueros en primavera, distinguir un roble de un pino, saborear una ración de níscalos (lactarius deliciosus) –o "amizcles", como se dice por allá– en otoño o caminar por la nieve dejándome embaucar por su magia. Todas estas cosas constituyeron mi primera –y quizá más incisiva– universidad.
Nací en un
pequeño pueblo de montaña, flanqueado por el río Duero. De niño y también
ahora, siempre que me es posible, camino
junto al río por la senda que conduce al pueblo cercano. Desde allí contemplo
la silueta de Vinuesa, la antigua Visontium.
Respiro hondo, me sumerjo en el mar de pinos y dejo correr la imaginación.
Me veo formando parte de la tribu celtibérica de los pelendones o trabajando la
lana como muchos visontinos del siglo XVI.
Pero si hay algo que me
llama la atención es que, se mire desde donde se mire, siempre aparece en el
horizonte la torre, alta y robusta, de la iglesia de Nuestra Señora del Pino, como si quisiera rivalizar –o mejor, armonizar– con los extensos pinares que circundan el pueblo. Es el centro en
torno al cual ha ido creciendo el caserío. Primero hubo una iglesia románica, con su cementario anejo. Después, en tiempos de prosperidad económica, a finales del siglo XVI, comenzó a construirse la actual iglesia de estilo gótico renacentista: un edificio soberbio para un pueblo pequeño. Sé que a algunos esta presencia
sobresaliente –acompañada por el tañido regular de las campanas– les incomoda.
Les parece el símbolo de una institución oscurantista y opresora que ha
mantenido acogotada la conciencia de la gente durante siglos. Se respeta como monumento artístico, pero de ahí no pasa.
Creo, sin embargo, que la mayoría de las personas
–creyentes, agnósticos y no creyentes– no piensa así. Ve en esa iglesia el hogar de todos, la verdadera “casa del
pueblo” en la que miles de personas han sido bautizadas a lo largo del tiempo o han encontrado momentos de sosiego, fraternidad y contemplación.
Allí se ha vibrado con la alegría de los matrimonios y se ha despedido con serenidad
y esperanza a los muertos. Allí se han celebrado encuentros de cofradías y conciertos, horas santas y vísperas, ... Se ha rezado y se ha llorado, se ha escuchado en el silencio de sus naves imponentes la "música callada" del Misterio que contrasta con los ruidos de la vida moderna.
En mi tierra castellana no se concibe una población sin iglesia, hasta el punto de que en algunos pueblos minúsculos sus habitantes se esfuerzan en restaurar sus templos antiguos porque intuyen que, mientras haya una iglesia abierta, el pueblo seguirá vivo. Contemplando la iglesia de mi pueblo desde la distancia, me parece –por utilizar la imagen de Jesús sobre Jerusalén– como una gallina que quiere reunir en torno a sí los polluelos (cf. Mt 23,37) para protegerlos como madre amorosa. La iglesia no es una madrastra amenazadora sino una madre acogedora y paciente. ¡Hay tanto que se podría hacer para que esta imagen se correspondiera con la realidad, para que todos sintieran que ésta es su casa de verdad! Más allá de las piedras muertas, hay una comunidad de "piedras vivas" que es necesario revitalizar.
En mi tierra castellana no se concibe una población sin iglesia, hasta el punto de que en algunos pueblos minúsculos sus habitantes se esfuerzan en restaurar sus templos antiguos porque intuyen que, mientras haya una iglesia abierta, el pueblo seguirá vivo. Contemplando la iglesia de mi pueblo desde la distancia, me parece –por utilizar la imagen de Jesús sobre Jerusalén– como una gallina que quiere reunir en torno a sí los polluelos (cf. Mt 23,37) para protegerlos como madre amorosa. La iglesia no es una madrastra amenazadora sino una madre acogedora y paciente. ¡Hay tanto que se podría hacer para que esta imagen se correspondiera con la realidad, para que todos sintieran que ésta es su casa de verdad! Más allá de las piedras muertas, hay una comunidad de "piedras vivas" que es necesario revitalizar.
En las urbanizaciones
modernas, todo son hileras de casas apiladas, a menudo sin una referencia común,
sin un punto de encuentro. ¿No explica, en parte, este urbanismo impersonal el
anonimato e individualismo en que viven muchos habitantes de las ciudades? He tenido la suerte
de subir al 101 de Taipei y al rascacielos más alto de Shanghai. Admiro la
combinación de acero y vidrio, disfruto con las vistas mareantes, pero no experimento la misma emoción que cuando
contemplo la silueta de la iglesia de Nuestra Señora del Pino en lontananza. Los
mejores arquitectos (confieso que la arquitectura es una de mis pasiones)
diseñan ya otras formas modernas que se inspiran más en los esquemas populares –y
humanizadores– de los pueblos antiguos. A esto me apunto.
Yo también soy de pueblo y me encanta este artícuño
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