Este último domingo de enero la Palabra de Dios tiene un color muy reconocible y, al mismo tiempo, muy contracultural. El Evangelio nos presenta las bienaventuranzas según la versión de Mateo. O un pequeño manual de “cómo ser felices según Dios”. Todas comienzan con la palabra “bienaventurados”, en plural. Para aproximarnos un poco a la fuerza imborrable de este mensaje de Jesús, metámonos en la piel de las diversas categorías de personas que aparecen en cada afirmación. Jesús habla de los pobres en el espíritu (1), de los mansos (2), de los que lloran (3), de los que tienen hambre y sed de la justicia (4), de los misericordiosos (5), de los limpios de corazón (6), de los que trabajan por la paz (7), y de los perseguidos por causa de la justicia (8). Remata su pregón con una referencia directa a sus seguidores: “Bienaventurados vosotros cuando os insulten y os persigan y os calumnien de cualquier modo por mi causa” (9).
Podemos preguntarnos si nosotros entramos en alguna de estas categorías, en varias o en ninguna. Si no acabamos de encajar, entonces no nos extrañemos de no ser felices. En esa lista de las ocho (o nueve) categorías no se habla de los que han terminado una carrera con matrículas de honor, de los que tienen un empleo bien remunerado, de los que practican sexo con frecuencia o de los que disfrutan de vacaciones de ensueño. Ni siquiera se habla de los que rezan a diario sus oraciones o de quienes pagan religiosamente sus impuestos.
Para Jesús, los verdaderamente bienaventurados/felices son personas que, por lo general, viven situaciones indeseables o tienen actitudes que no son las más apreciadas por la sociedad. Esto es muy chocante. Rompe nuestros esquemas. Acaba con las manuales de autoayuda. No coincide con nuestros sueños juveniles. Echa por tierra los mensajes publicitarios. Desarma a quienes identifican la felicidad con la salud, el bienestar o la fama. Pero hay algo todavía más sorprendente. Estas ocho (o nueve) categorías de personas no son felices por su rectitud moral o por los méritos acumulados, sino porque Dios ha decidido ponerse de su parte.
Mateo va enunciando una razón para cada grupo de bienaventurados: porque de ellos es el reino de los cielos (1), porque ellos heredarán la tierra (2), porque ellos serán consolados (3), porque ellos quedarán saciados (4), porque ellos alcanzarán misericordia (5), porque ellos verán a Dios (6), porque ellos serán llamados hijos de Dios (7), porque de ellos es el reino de los cielos (8), porque vuestra recompensa será grande en el cielo (9). El denominador común de estas nueve razones es la acción de Dios. Es Dios el que consuela, el que sacia, el que tiene misericordia, el que se deja ver, el que actúa como padre, etc. En otras palabras, solo somos felices cuando experimentamos que Dios es nuestro tesoro, especialmente en las situaciones en las que no tenemos otro asidero en la vida.
No es de extrañar, pues, que los verdaderos cristianos constituyan un resto, “un pueblo humilde y pobre que buscará refugio en el nombre del Señor” (como leemos en el texto del profeta Isaías que se proclama como primera lectura). Tampoco es de extrañar lo que dice Pablo (segunda lectura) dirigiéndose a los corintios: “Fijaos en vuestra asamblea, hermanos: no hay en ella muchos sabios en lo humano, ni muchos poderosos, ni muchos aristócratas; sino que, lo necio del mundo lo ha escogido Dios para humillar a los sabios, y lo débil del mundo lo ha escogido Dios para humillar lo poderoso”.
Esta descripción de las comunidades paulinas del siglo I conserva toda su vigencia. Por lo general, en nuestras asambleas cristianas no abundan los intelectuales, los políticos y gente de dinero. Predominan las personas sencillas que, a falta de otros apoyos sólidos en su vida, ponen toda su confianza en Dios. Lo cantamos hoy en el salmo 145 (salmo responsorial): “El Señor mantiene su fidelidad perpetuamente, / hace justicia a los oprimidos, / da pan a los hambrientos. / El Señor liberta a los cautivos. / El Señor abre los ojos al ciego, / el Señor endereza a los que ya se doblan, / el Señor ama a los justos. /El Señor guarda a los peregrinos”. Siempre es el Señor quien se ocupa de sus hijos débiles y necesitados. Los poderosos (¿hay alguien que lo sea de verdad y siempre?) se buscan apoyos por su cuenta.
Opio del pueblo, dirá Marx, y con él todos los que consideran que esta manera de proceder es una forma de maquillar las injusticias. Debilidad enfermiza, sentenciará Nietzsche, y con él todos los que piensan que el cristianismo defiende una moral de débiles. Neurosis colectiva, desenmascarará Freud, y con él todos los que ven en la propuesta de Jesús una forma de no afrontar la realidad a pecho descubierto. Pero Marx, Nietzsche y Freud han muerto. El Evangelio de Jesús está vivo y sigue siendo fuente de consuelo y felicidad para millones de personas que encuentran en Dios su esperanza. Cada uno se apunta al bando que quiera (o que pueda).
El papa Francisco, con sus catequesis sobre las bienaventuranzas, nos ayuda a discernir. Nunca acabamos de entender la extraña lógica de Jesús, a menos que nos situemos en algunas de las categorías a las que él extiende la bienaventuranza de Dios.
Gracias Gonzalo, con tu reflexión y las citas que vas dando, nos ayudas a hacer algo más que memorizar las bienaventuranzas. No basta un momento de oración para profundizar en ellas y hacerlas vida acogiendo sus propuestas.
ResponderEliminarEs una invitación a cambiar el rumbo de nuestras vidas si entendemos su sentido verdadero… Es feliz aquel que, sintiéndose familia, ayuda a los hermanos a salir de la pobreza, en todos sus aspectos. Una pobreza material y también puede ser una pobreza espiritual y así saber ir traduciendo todas las bienaventuranzas.