Estuve en Asís el pasado viernes coincidiendo con la fiesta de la Transfiguración del Señor. No sé cuántas veces he visitado la ciudad umbra, pero serán cerca de veinte. Como es lógico, visité y oré ante la tumba de san Francisco, pero no me olvidé de Clara. A primera hora de la tarde, bajo un sol de justicia, entré en el templo que alberga su tumba y en el que se conserva también el famoso crucifijo de San Damián. Recuerdo esta visita porque hoy celebramos precisamente la memoria de santa Clara. Nació el 16 de julio de 1194 y murió el 11 de agosto de 1253 con 59 años de edad. Nacida en una familia noble y de hondas raíces cristianas, se sintió llamada a cambiar de vida después de escuchar la predicación de Francisco en la iglesia de san Rufino. La noche siguiente al Domingo de Ramos de 1212, Clara huyó de la casa paterna y se dirigió a la Porciúncula, una iglesita en medio de la campiña. Allí la aguardaban los frailes menores con antorchas encendidas.
Una vez dentro, se arrodilló ante la imagen del Cristo de san Damián y ratificó su renuncia al mundo “por amor hacia el santísimo y amadísimo Niño envuelto en pañales y recostado sobre el pesebre”. Allí mismo cambió sus vestiduras por un tosco sayal parecido al de los frailes y el cinturón adornado con joyas por un nudoso cordón. Cuando Francisco cortó ritualmente su rubio cabello entró a formar parte de la Orden de los Hermanos Menores. Todavía recuerdo la emoción que me produjo esta escena en la célebre película Hermano sol, hermana luna de Franco Zeffirelli que vi en el ya lejano 1975.
Tras el paso por diversos lugares, Francisco logró que los camaldulenses del monte Subasio le cedieran la iglesia de San Damián y la casita contigua, que, desde ese momento, se convirtieron en el hogar de Clara durante 41 años hasta su muerte. En ese sencillo convento de San Damián, que también pude visitar el pasado viernes, se desarrolló la vida de oración, trabajo, pobreza y alegría de Clara. El estilo de vida de Clara y sus hermanas ejerció un enorme atractivo entre muchas jóvenes de Asís y alrededores. La condición requerida para admitir a una postulante en San Damián era la misma que pedía Francisco en la Porciúncula: repartir entre los pobres todos los bienes.
Después de la muerte de Clara, se hizo famoso el dicho: “Clara de nombre, clara en la vida y clarísima en la muerte”.
No sé si Clara es una santa muy conocida hoy. Probablemente lo sea donde hay conventos de monjas clarisas, como en Soria, por ejemplo. Aquí en Italia sí es muy popular. Su figura está indisolublemente ligada a la de san Francisco, “el más italiano de los santos y el más santo de los italianos”.
¿Sigue siendo atractivo su ideal de una vida pobre basada en el evangelio? ¿Resuena en las jóvenes generaciones habituadas a vivir en un contexto consumista? ¿Es la pobreza, entendida al estilo de Jesús, la única vía para “aclarar” la confusión en la que vivimos y devolvernos la alegría que anhelamos? Creo que sí. Nos hemos ido rodeando de tantas cosas que, al final, ya no sabemos qué necesitamos y para qué lo necesitamos. No es tanto un problema de consumismo material cuanto de salud espiritual.
Casi todos los maestros espirituales de las diversas tradiciones nos enseñan que la mejor manera de gozar de los bienes de la tierra es aprender a no depender de ellos. En este sentido, la sobriedad nos abre las puertas a una forma excelsa de libertad y alegría. No se trata de amargarnos la vida a base de renuncias, sino de aprender a ser felices con poco y, sobre todo, de compartir lo que somos y tenemos con los demás. Estoy convencido de que un estilo de vida planteado así aclara muchas de las oscuridades en las que hoy deambulamos, combate los injustificables desequilibrios en la distribución de los bienes y contribuye a hacer un planeta sostenible. Al final, todo está interconectado. Una espiritualidad “clara” es el modo mejor de ser felices y de ayudar a que los demás lo sean. Quizás Clara y Francisco de Asís eran mucho más sagaces que todos nosotros. Nunca es tarde para aprender.
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