jueves, 1 de julio de 2021

Taxista por devoción

Con la llegada del verano parece que todo se mueve con más rapidez. A nuestra comunidad llegan los estudiantes que comenzarán el año académico en octubre y que necesitan hacer antes un curso de italiano. Otros salen de vacaciones o ministerios hacia diversos destinos. Hay un trasiego mayor que en los meses pasados. Como muchos de mis compañeros de comunidad no son europeos, no tienen un permiso válido de conducir, así que recae sobre los europeos la tarea de ir a buscar o llevar al aeropuerto a quienes llegan o se van. Estos días me estoy convirtiendo en taxista ocasional. No lo hago por obligación, sino por devoción. En estos tiempos de pandemia no resulta fácil ni conveniente moverse en medios públicos. 

Me gusta recoger o llevar a alguien a primerísima hora de la mañana, entre las 4 y las 7. Supone darse un buen madrugón, pero, a cambio, la temperatura es más fresca y apenas hay tráfico. Hoy he salido hacia el aeropuerto de Fiumicino a las 7. A las 8,30 ya estaba de vuelta en casa. La ida ha sido rápida. A la vuelta me he visto atrapado en algunos atascos, pero de corta duración. Los primeros los he afrontado son serenidad. Reconozco que, poco a poco, me he ido encendiendo porque temía llegar con retraso a una reunión. Si hay algo que no me gusta de las ciudades es el tráfico pesado. Consume energías, tiempo, salud, dinero y humor.

Más allá de la anécdota, me gusta combinar mi trabajo ordinario con servicios que parece que no tienen nada que ver como mi responsabilidad, pero que forman parte del entramado comunitario. Acoger en el aeropuerto a alguien que ha hecho un viaje de 15 de horas desde Indonesia, por ejemplo, y llevarlo a casa, es un signo de que esa persona nos importa. Podríamos de jar que se “buscase la vida” por su cuenta, pero quienes hemos viajado a otros países sabemos lo que significa llegar solo a un sitio desconocido sin hablar la lengua del lugar y sin apenas referencias. 

La acogida es un valor que estamos perdiendo en nuestra eficiente sociedad europea, pero que es sagrada en otros continentes, como África y Asia. Aquí queremos tenerlo todo previsto: saber a qué hora llega la persona, quién viene, cuánto tiempo se va a quedar, etc. Solemos decir que son informaciones necesarias para tener todo a punto, pero a veces esconden también nuestra incapacidad para la sorpresa y la hospitalidad. Quien tiene el don de la acogida no se obsesiona con los preparativos, sino que cultiva ante todo una actitud del corazón. Acoger significa que la otra persona se sienta en su casa sin necesidad de repetir cada dos por tres esa muletilla: “Siéntete como en tu casa”. Cuando vamos a nuestra casa, nadie nos dice: “Siéntete en casa”. Todo nos invita a hacerlo sin necesidad de declaraciones. Notamos enseguida cuándo somos acogidos de buen grado y cuándo todo se reduce a un ejercicio, más o menos, sincero de cortesía o diplomacia.

Me parece que los servicios que más ayudan a las personas no son los que nosotros ofrecemos, sino los que ellas requieren. A menudo, no se trata de grandes cosas, sino de pequeños favores que hacen más fácil la vida de los demás. Si los entendemos como una interrupción de nuestras obligaciones, siempre los haremos de mala gana. Si los interpretamos como oportunidades para ayudar a las personas, entonces los agradeceremos, aunque, de entrada, nos incomoden un poco. Dejar lo que estamos haciendo, madrugar o trasnochar, compartir la comida preparada o ceder nuestra habitación, pueden ser acciones más o menos desagradables, pero si las vemos como formas concretas de ayudar a los demás, entonces cobran todo su sentido. 

Hacer de taxista “devocional” en estos primeros compases del verano me está ayudando a valorar mucho más lo que otros compañeros míos hacen a lo largo de todo el año, servicios invisibles que contribuyen a hacer la vida comunitaria ágil y fraterna. Y algo parecido sucede en el seno de las familias. Las cosas funcionan bien cuando parece que nadie las hace, pero, en realidad, siempre hay alguien que se está sacrificando por los demás. Si ese “alguien” no se reduce a la figura de la madre o al ecónomo de una comunidad, sino que se amplía a todos cuantos viven bajo el mismo techo, entonces se distribuyen las cargas de manera equitativa y todos nos sentimos corresponsables.

En fin, no sé si es una entrada muy refrescante para empezar el mes de julio, pero es la que me ha venido a la mente mientras sorteaba el tráfico de la vía Aurelia a mi regreso del aeropuerto. Feliz mes de julio a todos, incluyendo a quienes viven en el hemisferio sur y tal vez están experimentando los rigores del invierno.


1 comentario:

  1. Mi primera experiencia fue en Brasil y no he olvidado nunca esta sensación de “llegar a casa”, cuando sales del avión, cansada de tantas horas y te encuentras con personas, conocidas y desconocidas, que te esperan… También ha sido motivo de crear nuevas amistades y poder acoger, en casa, a los que han venido aquí, porque la relación no es de un día… continua.
    Es muy “claretiana” esta acogida que hace que en la mayoría de vuestras comunidades me haya sentido “como en casa”.
    Gonzalo, no te sienta mal que te agradezca tu capacidad de acogida y entrega… no tienes un “no”. No dudo de que la gente que llega a tu casa, desde el primer momento, se siente acogida y acompañada.
    Gracias Gonzalo.

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