Entre el accidente aéreo de Cuba y la boda real de Inglaterra hay un arco de acontecimientos que llenan los periódicos de este fin de semana. Las personas afectadas por el primero asociarán siempre estas fechas al dolor y a la pérdida. Los millones de personas que se han dejado seducir por el segundo seguirán comentando durante días los detalles de una boda que parece extraída de un cuento de hadas. Esto sucede a ras de suelo, en la “planta baja” de nuestro mundo, por así decir. Si subimos a la “planta superior”, encontramos a una comunidad un poco miedosa agrupada en torno a María, la madre de Jesús. No saben bien qué hacer. Les da miedo salir a la calle. Es una comunidad replegada, pero, cuando menos lo piensan, experimentan la irrupción del Espíritu Santo en sus vidas. ¡Estamos en Pentecostés! El libro de los Hechos de los Apóstoles narra la escena con mucha fuerza: “Se produjo desde el cielo un estruendo, como de viento que soplaba fuertemente, y llenó toda la casa donde se encontraban sentados. Vieron aparecer unas lenguas, como llamaradas, que se dividían, posándose encima de cada uno de ellos. Se llenaron todos de Espíritu Santo y empezaron a hablar en otras lenguas, según el Espíritu les concedía manifestarse”.
Este año, la fiesta de Pentecostés me coincide en Kandy, una antigua y hermosa ciudad de Sri Lanka, encaramada sobre las montañas, lo que hace que el clima sea más suave que en Colombo. Aquí, en compañía de 25 claretianos, estoy celebrando la irrupción de este “viento” y este “fuego” que transforma el miedo en audacia y la mudez en anuncio vigoroso. Entre nosotros no hay partos ni elamitas, sino srilanqueses, indios, ugandeses, tanzanos y un pobre español… que pasaba por aquí. También nosotros experimentamos que, en la diversidad de lenguas, puede haber una experiencia de comunión. Desde las ventanas de la “estancia superior” en la que oramos podemos ver que en la enorme plaza del mundo hay asiáticos, africanos, europeos, americanos, oceánicos… y hasta habitantes de este inmenso continente que es el mundo digital. ¿Qué lengua nos va a permitir entendernos, cómo haremos para que este mundo tan plural no se vuelva loco? ¿Triunfará Babel o nos reuniremos en Jerusalén? Los comerciantes y políticos nos responden que la lengua mundial es el inglés. Algunos se aventuran a sugerir el chino como el idioma dominante en el futuro. Pocos apuestan ya por el esperanto. Nosotros callamos y observamos. Mientras repaso estos pensamientos, asciendo por el caminito que sube hasta el templo budista contiguo a nuestra casa. Saludo al monje que lo custodia y me entretengo un rato charlando con él y visitando el templo. Mañana tendré oportunidad de escribir algo más sobre este encuentro si dispongo de tiempo para ello.
Este año, la fiesta de Pentecostés me coincide en Kandy, una antigua y hermosa ciudad de Sri Lanka, encaramada sobre las montañas, lo que hace que el clima sea más suave que en Colombo. Aquí, en compañía de 25 claretianos, estoy celebrando la irrupción de este “viento” y este “fuego” que transforma el miedo en audacia y la mudez en anuncio vigoroso. Entre nosotros no hay partos ni elamitas, sino srilanqueses, indios, ugandeses, tanzanos y un pobre español… que pasaba por aquí. También nosotros experimentamos que, en la diversidad de lenguas, puede haber una experiencia de comunión. Desde las ventanas de la “estancia superior” en la que oramos podemos ver que en la enorme plaza del mundo hay asiáticos, africanos, europeos, americanos, oceánicos… y hasta habitantes de este inmenso continente que es el mundo digital. ¿Qué lengua nos va a permitir entendernos, cómo haremos para que este mundo tan plural no se vuelva loco? ¿Triunfará Babel o nos reuniremos en Jerusalén? Los comerciantes y políticos nos responden que la lengua mundial es el inglés. Algunos se aventuran a sugerir el chino como el idioma dominante en el futuro. Pocos apuestan ya por el esperanto. Nosotros callamos y observamos. Mientras repaso estos pensamientos, asciendo por el caminito que sube hasta el templo budista contiguo a nuestra casa. Saludo al monje que lo custodia y me entretengo un rato charlando con él y visitando el templo. Mañana tendré oportunidad de escribir algo más sobre este encuentro si dispongo de tiempo para ello.
En esta “estancia superior” de nuestra casa de Kandy se han producido en los últimos meses algunos fenómenos curiosos. El contraste entre asiáticos y africanos es evidente. Si yo me meto en liza aumentan las diferencias. Desde niño fui educado para no comer con las manos. Pronto aprendí a manejar la cuchara, el cuchillo y el tenedor. Llego aquí y veo a hombres hechos y derechos comiendo con las manos. Hoy no me extraña, pero la primera vez que viajé a Sri Lanka y a la India esta costumbre me produjo un poco de repugnancia. Desde niño se me enseñó a no andar descalzo, a pesar de que los médicos consideran que es una práctica saludable. Aquí, cada vez que entro a la capilla, tengo que desprenderme de mis sandalias y moverme descalzo por la moqueta que cubre el suelo. No importa el ejército de bacterias que se adhieren a la planta de los pies. Me acuerdo del libro del Éxodo: “Descálzate porque la tierra que pisas es sagrada”. Uno podría rebelarse, pero enseguida comprende que no sirve de nada: “Donde fueres, haz lo que vieres”. Las diferencias van mucho más allá del modo de comer y de orar. Tienen que ver con la manera de ver el mundo, reflejada en lenguas que poco o nada tienen que ver con nuestras lenguas latinas. ¡Todo es tan diferente! ¿Qué nos permite entendernos y vivir juntos en armonía? No las lecciones aprendidas en un taller de interculturalidad, sino, sobre todo, la lengua del Espíritu, que no es otra que el viento y el fuego del amor. Acabo de compartir una interesante conversación con el obispo de Kandy sobre este asunto. Él es un hombre de reconciliación en un país donde las heridas de la guerra civil siguen todavía abiertas. Los frutos de Pentecostés no acaban de ser muy visibles. Hay que salir a las plazas y a los caminos.
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