Ayer acabé agotado. El viaje desde la misión St. Francis Xavier-Thevakiraman en Aligambay hasta la ciudad norteña de Jaffna nos llevó casi doce horas en coche. Fuimos bordeando el mar hasta la ciudad-puerto de Triconomalee. A diferencia de la zona centro del país, que es muy montañosa, esta franja costera es llana, con abundantes campos de arroz y muchas lagunas en las que la gente pesca. A ratos nos acompañó una fuerte lluvia tropical. A medida que nos internábamos en la costa norte, empezaron a verse con claridad los restos de la cruenta guerra civil que asoló este país (y, de manera especial, la zona noreste) de 1983 a 2009. Casas destruidas o quemadas, numerosos campamentos militares y la sensación de que llevará tiempo reconstruir lo que la guerra destruyó. Desde el punto de vista material, se notan algunos progresos, como, por ejemplo, las nuevas carreteras y el renacimiento del turismo. Abundan los resorts a pie de playa y otros establecimientos más populares. Se ven algunos turistas extranjeros, aunque menos que en otras zonas del país. Lo difícil será restablecer la confianza entre la mayoría cingalesa y la minoría tamil. Hablé de este asunto con el obispo de Kandy. Él me insistió mucho en que todos los habitantes del país fueran bilingües para evitar que una cultura se imponga sobre la otra y de este modo facilitar la comunicación y el encuentro.
La guerra de Sri Lanka es una más de las muchas que se han dado y se siguen dando en el mundo para encajar los diversos pueblos en un proyecto compartido. También en Europa hemos tenido fenómenos de este tipo que, con la aparente noble causa de la libertad, han causado un sufrimiento indescriptible. Estoy pensando en el IRA irlandés o en la ETA vasca, aunque se trata de fenómenos singulares. La tentación de las mayorías de imponer su modelo lingüístico, cultural y político y la tentación de las minorías de recurrir a la violencia y el terrorismo para defender el suyo es una constante en casi todos los lugares. Esto tendría que ayudarnos a comprender que solo hay futuro a través de una educación abierta que nos ayude a integrar la pluralidad. De hecho, hay países que, no sin tensiones, lo han logrado. Defender hoy, en este mundo globalizado, estados monoculturales, monoétnicos y monolingüísticos es un sueño imposible que va contra la lógica de la movilidad humana. Por eso, hay que imaginar nuevas formas de convivencia y de organización política que huyan de los modelos rígidos del pasado y ayuden a integrar las diferencias. Aquí echo de menos mucha creatividad. Parece que nos cuesta romper el modelo excluyente (esto o lo otro) y adentrarnos en un modelo inclusivo (esto y lo otro). Tampoco en este terreno aprendemos la lección de la historia. Mientras tanto, las cicatrices de la guerra permanecen como recordatorio de la barbarie humana. Tanto los tigres tamiles como el ejército nacional cometieron tropelías inenarrables.
El calor me mantiene en un estado de sopor constante. Yo soy hombre del frío. Sobrellevo como puedo la altísima humedad de esta ciudad costera mientras me someto a un programa tan lleno de actividades que a uno le entran ganas de pedir vacaciones. No estoy hecho para tantas ceremonias de recibimiento, tantas visitas y tantos discursos protocolarios. Si me dejase llevar de mi estilo personal, lo consideraría casi una pérdida de tiempo. Pero si entro en las claves culturales de estas gentes, comprendo que se trata de signos auténticos de hospitalidad y delicadeza. Es obvio que lo segundo triunfa sobre lo primero. Quiero dejarme sorprender por la fuerza de la vida y no tanto por la rigidez del programa. Intentaré acercarme a algunas de las víctimas de la guerra para sentir de cerca el drama humano que vivieron. No pretendo juzgar a nadie. Demasiado tienen con haber sufrido en carne propia una guerra entre hermanos. No hay familia que no cuente con algún muerto, herido o desplazado. Nueve años es muy poco tiempo para pasar página y proseguir como si nada hubiera pasado. Hay que seguir trabajando por la reconciliación. En eso estamos.
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