Creo que a algunos les ha parecido una locura eso de hablar con un gorrión. Una lectora italiana calificó el diálogo de ayer de “surrealista”. Dio en el clavo. Pero es que los pájaros tienen informaciones que nosotros los humanos ignoramos. No es lo mismo ver las cosas a pie de tierra que contemplarlas “a vuelo de pájaro”. Cuestión de perspectiva. No sería extraño, pues, que cualquier otro día me ponga a charlar con otro pájaro en algún rincón del mundo. Pero hoy, a punto de embarcar de regreso a Roma, no tengo la cabeza para pájaros. Me detengo en una larga conversación telefónica que mantuve ayer con uno de mis mejores amigos. Él me recordó que hace años lo califiqué de “incorregible optimista”. ¿Se puede ser optimista hoy… con la que está cayendo? ¿Se puede ser optimista después de que Trump se retirara del acuerdo con Irán? ¿Hay motivos para la esperanza cuando uno “respira” la tensión que se vive en Cataluña? ¿Cabe imaginar una nueva primavera en la Iglesia cuando tantos se están rebelando contra los intentos del papa Francisco de confrontarnos con el Evangelio?
No, humanamente no veo muchos motivos para el optimismo. Pero lo mismo se podría haber dicho en vísperas de la Segunda Guerra Mundial y en otros momentos críticos de las últimas décadas. Y, sin embargo, el mundo sigue adelante, como si la fuerza de la vida fuera infinitamente más poderosa que las amenazas de la muerte. De hecho, a pesar del deterioro ambiental, de los conflictos bélicos, de la pobreza de millones de personas, es probable que la humanidad esté viviendo uno de los períodos más luminosos de su historia. Luminoso y contradictorio. Hemos proclamado los derechos humanos (incluso los de “tercera generación”) y seguimos practicando la tortura y la pena de muerte en algunos lugares. Crece el deseo de paz en todo el mundo mientras la industria armamentística sigue azuzando conflictos que le permitan vender sus productos. Inventamos nuevas técnicas y medicinas para preservar la vida al mismo tiempo que difundimos prácticas abortistas y abogamos por una eutanasia a la carta. Creamos robots capaces de realizar funciones complicadísimas y no resolvemos el problema de la precariedad laboral de muchos jóvenes. El ser humano es una permanente e insuperable contradicción. Es capaz de lo mejor (“un poco inferior a los ángeles”, canta el salmo 8) y de lo peor (“lobo para el mismo hombre”, decía Hobbes).
Mi amigo, el “incorregible optimista”, no mantiene viva su esperanza porque considere que somos perfectos, sino porque es un contemplativo. Ve las cosas, no “a vista de pájaro” –como mi amigo el gorrión de ayer– sino “a vista de Dios”; es decir, con una lógica pascual. Donde hay muerte, el Espíritu del Resucitado crea vida. Estamos viviendo un proceso constante de pasión, muerte y resurrección. Estamos viviendo al mismo tiempo el viernes y el sábado santo y el domingo de resurrección, pero, al final, solo habrá un “octavo día”. Mi amigo vive la espiritualidad del “octavo día”. No le faltan problemas (de hecho, ayer hablamos sobre algunos de ellos), pero no se hunde, no confía en sus cualidades para su solución. Se sabe en las manos de Dios. Cree profundamente que, en contra de lo que pregonan muchos agoreros, a Dios no se le escapa la historia de las manos, como no se le escapó la historia de Jesús. Cree, en definitiva, en la fuerza de la vida, pero no solo en la vida como fenómeno bioquímico; cree en la vida regalada por Aquel a quien confesamos como “Señor y Dador de vida”, el Espíritu Santo. Me apunto a esta esperanza indestructible. Stephen Hawking diría que es un “cuento de hadas”, pero si me ayuda afrontar el día a día con lucidez y sin desfallecer, prefiero este “cuento de hadas” a todos los análisis científicos o a todas las especulaciones filosóficas que no hacen sino reforzar el temor y la desconfianza. ¡Feliz sábado!
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