Hoy
se celebra la fiesta de san Lucas, el
autor del tercer evangelio que lleva su nombre. Es el evangelio de la misericordia,
de la oración, de la alegría, de la misión… y también de la madre de Jesús. En varias
ocasiones hace referencia a su corazón: “María,
por su parte, guardaba todos estos recuerdos y los meditaba en su corazón” (2,19);
“Y a ti misma una espada te atravesará el
corazón; así quedarán al descubierto las intenciones de todos” (2,35); “Bajó con ellos a Nazaret, y vivió bajo su
tutela. Su madre guardaba todos estos recuerdos en el corazón” (2,51). Naturalmente,
no voy a hacer ahora una exégesis de estos versículos. Si los cito es porque
tienen que ver con el nombre de la congregación misionera a la que pertenezco. En
muchos países nos conocen como Misioneros Claretianos o, de manera abreviada,
como Claretianos. Pero, en realidad, el nombre que nos dio nuestro fundador, san Antonio María Claret,
fue el de Hijos del Inmaculado Corazón
de María. Resulta largo,
suena como pasado de moda, pero a mí me encanta. Más aún: creo que es más
actual que nunca. La referencia al Corazón de María está llena de sentido.
Sin
abandonarme al pesimismo, me parece que hoy mucha
gente vive descorazonada; es decir –siguiendo el diccionario de la RAE– desanimada,
acobardada, amilanada. Son tres palabras que describen no solo un estado de
ánimo bajo sino algo más profundo: una vida sin
corazón, una existencia perdida. Si la nuestra es una cultura en buena medida descorazonada, es necesario poner corazón. Aquí es donde
adquiere sentido nuestra identidad cordimariana. Los claretianos queremos vivir
una espiritualidad del corazón, como María. Esta no es una frase sonora para
uso de personas sentimentales o románticas. Es el estilo de vida de muchas personas que ponen corazón en todo lo que hacen, que se entregan de verdad. Podría contar historias concretas que más de una vez me han dejado boquiabierto, pero ahora evoco a los padres que se desviven por sus hijos pequeños y a los adultos que se desviven por sus padres ancianos. ¡Cuántos ejemplos de entrega generosa, de desprendimiento, de abnegación! Mirándolos, comprendo mejor que vivir desde el corazón significa:
- Vivir desde el centro, desde la más profunda interioridad, sin dejarse dominar por la cultura superficial que quiere reducir todo a mera apariencia.
- Vivir en actitud de escucha para percibir el misterio que somos cada uno, el misterio de los demás y, de forma especial, el misterio de Dios.
- Vivir con una actitud cordial, que pone el bálsamo de la compasión y la ternura en las heridas de la soledad, la injusticia, la tristeza, el abandono y la desesperación.
- Vivir volcados a los demás, poniendo corazón en todo lo que hacemos, sirviendo a los que necesitan ser atendidos.
- Vivir con serenidad el dolor que tarde o temprano nos visita y estar cerca de las personas que sufren porque no saben en quién apoyarse.
Esta es la corazonada que me ha venido al evocar hoy la figura de san Lucas. En realidad, fue preparada por un precioso diálogo que ayer mantuve con mis compañeros del gobierno general. Me alegro de haber sido llamado a vivir la espiritualidad del corazón para acompañar las noches de los que por diversas circunstancias viven descorazonados. Naturalmente, la espiritualidad del corazón es –sobra decirlo– una espiritualidad muy mariana. En el corazón de la madre de Jesús veo un modo concreto de vivir que responde a nuestras inquietudes y necesidades actuales. No se trata de una mera devoción sino de una forma nueva, valiente, de afrontar la existencia.
El fruto más visible de una existencia con corazón es la alegría. Las personas que viven desde el centro, que no se pierden en las múltiples seducciones de una vida superficial, encuentran dentro de sí todo lo que necesitan para ser felices. Irradian alegría de vivir, descontaminan con su sola presencia los lugares tristes, desesperanzados. Pueden entonar de corazón el mismo canto que María: "Proclama mi alma la grandeza del Señor, se alegra mi espíritu en Dios mi salvador".
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