Lo he comentado
varias veces con algunos de mis amigos que son padres de hijos adolescentes o jóvenes. El asunto es serio, pero no conviene dramatizar. En muchos casos llega un momento en el que algunos de estos chicos y chicas
dicen que han dejado de creer en Dios. A veces, se trata de una ruptura gradual,
casi inadvertida. En otros, dejar de creer se convierte en un arma arrojadiza
contra los padres. Es como si dijeran: “Paso de vosotros y de todo lo que me
habéis inculcado. Quiero vivir por mí mismo”. En el mundo rural español, antaño tan
religioso, es difícil encontrar hoy jóvenes que expresen con alegría su fe. Pareciera
que ser joven es casi sinónimo de ser ateo o agnóstico. Algunos tienen miedo a
ser tildados de meapilas o fuera de onda si dicen que creen en Dios, aunque, en general, el clima es de tolerancia. Así que lo normal es aparentar que uno
pasa “de estos rollos de curas”, aunque tal vez por dentro las cosas no estén
tan claras. Me he llevado algunas sorpresas en conversaciones
con jóvenes que parecían estar de vuelta de todo y que, sin embargo, albergaban
una gran inquietud espiritual y una sincera búsqueda. Pero me parece que estadísticamente son minoría.
No todos los
padres saben encajar las reacciones de sus hijos ateos. Pongo la palabra ateos en cursiva porque no es tan fácil ser un
ateo “como Dios manda”. A veces, se trata solo de un sarampión pasajero y un poco oportunista. Recuerdo que cuando era estudiante de teología, uno de
mis compañeros, bastante aficionado a armar bronca, se presentó un día al
rector y le dijo poco más o menos: “A nosotros los revolucionarios siempre nos
toca lo peor”. El rector, con bastante sorna, le respondió: “¿Revolucionarios? Dejémoslo en folloneros”. Si no es fácil ser un revolucionario cabal, tampoco es fácil ser ateo con fundamento, pero muchos juegan alguna vez a serlo. En el pasado
era frecuente que, ante el ateísmo de
sus hijos, los padres –sobre todo, los varones– reaccionaran de manera
autoritaria: “Mientras estés en mi casa, harás lo que yo ordene”. Hace ya mucho
tiempo que la mayoría acoge las reacciones de sus hijos con silencio y respeto.
A veces –es verdad– con una mezcla de tristeza y culpabilidad: “¿Qué habremos
hecho mal para que nuestros hijos hayan dejado de creer?”. Otras, con paciencia
y resignación. Casi siempre, con perplejidad porque no saben bien qué hacer. Estamos viviendo una época de tantos cambios que no es fácil orientarse. ¿Será verdad que la fe en Dios es un residuo de épocas irracionales? ¿Llevarán razón los jóvenes que se conducen sin referencias religiosas y parecen ser felices?
Reconozco que no
es fácil abordar un fenómeno que parece casi connatural con la juventud de hoy y,
sobre todo, con la juventud universitaria. He encontrado en internet la
reflexión de una madre que ofrece algunos
consejos interesantes. Están
más pensados para el contexto latinoamericano, pero creo que pueden ser útiles
en cualquier lugar. En el fondo, transmiten una convicción: lo que se ha sembrado
con autenticidad nunca se pierde. La comparación agrícola resulta acertada. Las
semillas de trigo que se siembran en otoño tardan tiempo en producir fruto.
Durante los meses de invierno uno podría pensar que se han podrido, pero,
llegada la primavera, comienzan a verdear. Solo en el verano están a punto para
la cosecha. Lo mismo sucede con la fe que los padres siembran en sus hijos
cuando son niños. Si es auténtica, nunca se pierde, aunque tarde en dar fruto o
atraviese por épocas de crisis en las que parece que se ha perdido por completo. Creo que, más allá de algunas estrategias de
diálogo, lo que importa es ser coherentes con la propia fe y orar con perseverancia. Si los jóvenes
observan que sus padres –más allá de algunas homilías ocasionales– no viven su fe o engrosan las filas de los
creyentes no practicantes (contradictoria expresión que ha hecho fortuna), es
difícil que tomen en serio su propia fe y que se sientan acompañados en sus
perplejidades y contradicciones.
Esta especie de deserción juvenil puede ser una oportunidad
extraordinaria para plantear las cosas de manera adulta, superar las imágenes
infantiles que muchos jóvenes siguen teniendo de Dios y abordar a fondo, sin miedo ni atajos fáciles, las
cuestiones trascendentales de la vida. No hay por qué escandalizarse de nada. También
los adultos hemos sido jóvenes y nos hemos hecho preguntas y hemos padecido crisis. Hemos lidiado con las múltiples objeciones que se han hecho a
la fe y a la Iglesia a lo largo de la historia. A veces con mucho dolor, hemos ido encontrando
una respuesta personal. Algunos han tenido la suerte
de contar con buenos maestros a su lado. Otros han navegado en solitario, a tientas. Pero, en el
fondo, cada uno tenemos nuestro camino. Nadie nos puede sustituir. Dios nunca nos deja de la mano. Para cada uno esboza un camino original y único. El poeta León Felipe lo expresó con maestría:
Nadie fue ayer,
ni va hoy,
ni irá mañana
hacia Dios
por este mismo camino
que yo voy.
Para cada hombre guarda
un rayo nuevo de luz el sol...
y un camino virgen
Dios.
Me alegro de que el Sínodo de los Obispos de 2018 se vaya a dedicar a Los jóvenes, la fe y el discernimiento vocacional. Es urgente recuperar la alegría de la fe. Jesús necesita seguidores de nueva generación.
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