Sorprendido por el resultado del referéndum en Colombia, me detengo hoy en algo que desde hace mucho tiempo me inquieta: las perversiones del lenguaje. La autocensura
nos impide pensar. Hay veces en que uno cae en la cuenta de que no dice lo que
quiere decir por temor a las consecuencias. En el mejor de los casos, puede ser
un ejercicio de prudencia; en el peor, una falta de libertad y audacia. Hoy,
que parece que cualquiera puede decir y escribir lo que le venga en gana,
padecemos una terrible dictadura: la de lo “políticamente correcto”. Si alguien
se atreve a ir más allá de las fronteras artificiales dibujadas por los
santones de este país imaginario, que se prepare para las consecuencias. No es
que tenga que afrontar discrepancias –lo que es normal– sino que es
mediáticamente linchado. Por eso admiro tanto al papa Francisco: porque es
capaz de decir cosas “desde el corazón”, sin preocuparse demasiado de si van a
gustar o no.
Ya se sabe que lo
primero que hace la ideología de “lo políticamente correcto” es pervertir el
lenguaje, de manera que las cosas no sean lo que parecen, que las palabras
pierdan su significado original. No suena igual decir “aborto” que “interrupción
voluntaria del embarazo”. Una “flexibilización de plantilla” suena mucho más
suave que un “despido”. En algunos lugares decir “negro” resulta ofensivo; es
más correcto hablar de “gente de color”. Parece que uno es más joven si
pertenece a la “tercera edad” y no al grupo de los “viejos” o “ancianos”. Las “trabajadoras
del sexo” tienen una reputación superior a las “prostitutas”. Una persona “diversamente
hábil” se granjea el respeto más que otra “discapacitada”. Los "desfavorecidos capilares" son más atractivos que los "calvos" y los "ópticamente cuestionados" ven mejor que los que llevan gafas. Los ejemplos pueden multiplicarse. Si alguien desea ampliar su vocabulario y reírse un rato, puede echar mano del diccionario que figura en la imagen inferior. Cada lengua ha ido creando un metalenguaje para desfigurar, edulcorar, maquillar, pervertir, manipular conceptos que estaban arraigados en el uso común y que, aunque a veces resulten feos u ofensivos, transmitían de manera más directa una forma de entender la realidad.
Reconozco que en muchos casos la intención que anima a las personas “políticamente
correctas” es muy loable: quieren denunciar situaciones de exclusión, de flagrante
injusticia. Esto es de ley. Hay cosas que no se pueden mantener porque atentan contra la dignidad humana. El cambio de vocablos parece un primer paso para su erradicación.
Pero, ¿es éste el mejor camino? ¿Basta cambiar los nombres para cambiar la realidad? ¿No estaremos cayendo en un nominalismo a veces ridículo? Y
lo que es peor, ¿no estaremos impidiendo en muchos casos un pensamiento libre,
crítico, personal? ¿No estaremos adoctrinando a la gente sin estimular una búsqueda personal que lleve a extraer conclusiones discernidas, pensadas? Así lo creo. Por eso, me he propuesto no dejarme llevar por
las etiquetas de la moda; procurar llamar al pan, pan, y al vino, vino. Sé que
no es fácil. Todos acabamos siendo víctimas de lo que más suena, a menos que practiquemos
una vigilancia constante sobre nuestras palabras y, sobre todo, que nos
ejercitemos en el arte de pensar por nosotros mismos. El lenguaje es una realidad viva. Hay personas con una enorme capacidad de acuñar nuevas palabras o de dar a las antiguas nuevos significados. En algunos casos se trata de verdaderas creaciones; en otros, de burdas manipulaciones. Las palabras -y las ideas que vehiculan- valen lo que
las razones que las sustentan, no lo que los creadores de opinión quieran
vendernos. Podría ser más grosero, pero no es el caso.
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