Empecé a escribir
esta entrada en el aeropuerto de Nairobi a las 3 de la tarde de ayer. La
termino en el inmenso aeropuerto de Dubai pasada la medianoche, ya en
el mes de julio. Espero leerla publicada cuando llegue a Roma. En 15 horas voy
a pasar por tres aeropuertos de relieve: uno africano (Nairobi), otro asiático (Dubai)
y otro europeo (Roma-Fiumicino). Cada uno tiene su fisonomía. Para mí, el más familiar
es el romano. De él salgo y a él llego varias veces al año. Es como mi segunda
casa. Tras tiempos de un cierto abandono, ahora lo están remozando y ampliando.
Roma se lo merece. Acostumbrado a este constante ir y venir, procuro aprovechar
el tiempo que paso en las terminales para desconectar y observar. Los aeropuertos son, en efecto, un observatorio de
humanidad. Por ellos desfilan millones de personas. Nuestra manera de reaccionar
y comportarnos en ellos refleja bastante bien la inmensa variedad de la
naturaleza humana. Si hace semanas escribí sobe la anatomía de una taza de café, hoy quiero hacerlo sobre la anatomía
de los aeropuertos.
Hay personas que
se mueven por los aeropuertos como Pedro por su casa. Van directas a los
diversos lugares (mostrador de facturación, control de seguridad, puerta de
embarque) y ocupan su tiempo de manera provechosa (leen, navegan por internet,
hacen compras o toman algo en un bar). Hay otras, por el contrario, que se
sienten como perdidas. No saben adónde dirigirse, preguntan a unos y a otros,
avanzan, retroceden, acomodan sus bolsas en los carritos y miran todas las pantallas
que se encuentran. La mayoría de los pasajeros se suele comportar con
educación, pero cada vez abundan más los que, tanto en los aeropuertos como en
los aviones, actúan de manera grosera: visten como si acabaran de llegar de la
playa, se tumban en cualquier lado, colocan los pies sobe los asientos, van
dejando un reguero de basura por donde pasan, gritan a los empleados como si
todos estuvieran a su exclusivo servicio, caminan exhibiendo una ridícula
chulería, instruyen a los incautos con sus nulos conocimientos aeronáuticos y
chapurrean un inglés que casi nadie entiende.
Hay gente que mira de soslayo las
pantallas para cerciorarse del horario de su vuelo y confirmar su puerta de
embarque porque la megafonía indica que puede cambiar en cualquier momento.
Gente que no deja de hablar por el móvil y que, por el volumen de su voz,
pretende que todos los demás nos involucremos en sus absurdas conversaciones.
Gente que pasea de un lado a otro como para contrarrestar los efectos de las
muchas horas que han pasado o pasarán sentados. Gente que se refugia con
ansiedad en las zonas reservadas a los fumadores apurando el último cigarrillo
antes de embarcar. Gente que pelea con los empleados de facturación para colar
más kilos o bultos de los permitidos. Gente que se viste como si fuera a una
pasarela de modelos y aprovecha la espera para desfilar ante la mirada curiosa
de los demás. Gente que derrama alguna lagrimilla por las personas que han dejado
fuera, después de despedirse más veces que los borrachos. Gente que disimula su
miedo a volar. Gente que se desplaza en silla de ruedas o en cochecitos
eléctricos, acompañados por personal de servicio. Gente que no se separa de su
equipaje por miedo a que alguien se lo lleve. Gente que se aparta cuando ven a
algún policía, como si tuvieran algo que ocultar. Gente –poca– que acude a la
capilla o a los lugares de culto en aquellos aeropuertos donde existen. Gente,
en fin, que aprovecha estos no-lugares
para recapitular lo vivido y prepararse para lo que viene. Yo pertenezco a este
último grupo, aunque me identifico también con alguno de los anteriores. Me
gusta pensar y escribir sobre mis experiencias recientes en el lugar del que
parto y programar lo que me espera en el lugar de destino. Pero todo con calma,
sin la presión de quien va con la lengua fuera, a menos que mi avión esté a
punto de despegar, cosa que me ha ocurrido poquísimas veces.
En alguna parte
leí que cada minuto vuelan simultáneamente unos 4.000 aviones por los cielos
del mundo. Eso significa que millones de personas pasan cada día por los
aeropuertos. Se habla de internet como del sexto continente. Tal vez los
aeropuertos sean el séptimo. O, quizá mejor, una no man’s land, una tierra de nadie en la que uno siempre está de
paso. Salvo algunos okupas
ocasionales, nadie vive en un aeropuerto, ni siquiera sus directivos o
trabajadores. Todos estamos en ellos como en un país inexistente, en el que uno
puede entenderse en inglés con los empleados y gastar los últimos billetes de
moneda local para comprar un regalo que no sabe a quién entregará. Si me dejo
llevar por mi instinto filosófico, diría que un aeropuerto es también una
parábola de una cierta concepción nihilista de la vida humana. Sabemos bien de
dónde venimos, sabemos adónde queremos llegar (nuestro billete lo indica con
claridad), pero no estamos seguros de conseguirlo. Por eso, entretenemos la
espera consumiendo, navegado por internet o paseando de un lado para otro. Me atrevería
a decir que más del 80% de las personas que ahora me rodean están manejando algún
dispositivo electrónico. Pocas cosas hay más universales que estos adminículos.
Los manejan un alto ejecutivo de Toshiba, un clérigo musulmán, una viejecita de
Nebraska, un joven filipino de pelo teñido, un indio con turbante y un pastor masai mientras cuida sus vacas en la
sabana de Kenia.
No es fácil ver a
la gente sonreír en los aeropuertos, a menos que se trate de grupos escolares o
juveniles, o que estemos en África. Casi todos estamos como con cara de
circunstancias, con ganas de abandonar cuanto antes este lugar, por más que
disponga de aire acondicionado, wifi
gratis y todo tipo de servicios. Un aeropuerto nos recuerda, en definitiva, que
en esta vida estamos de paso, que no hemos venido para quedarnos
definitivamente. Conviene de vez en cuando comprobar nuestro billete para
recordar cuál es nuestro destino. En algún rinconcito debe de poner eso de Bound to Heaven. Y ya se sabe que la
puerta de embarque es, más bien, estrecha.
Me resulta interesante cada día leerte. Siempre hay una frase que interpela. Y se aprende alguna cosa por los lugares que pasas. Gracias.
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