Las redes sociales funcionan con una lógica que me desconcierta. Si tú publicas un artículo sobre un asunto de actualidad tratando de ofrecer información y argumentos, es probable que recibas algunos “me gusta” (en general, pocos y como a regañadientes) y algún que otro comentario. Pero si publicas una foto en la que apareces haciendo cualquier cosa o en pose interesante y añades una frase que suene más o menos poética o divertida, enseguida llueven los “me gusta”. No importa si eso es un claro signo de narcisismo o exhibicionismo. Los usuarios disfrutan con eso. No les interesa mucho pensar, sino sentir. Está claro que las redes privilegian las emociones sobre las reflexiones.
De hecho, las reacciones posibles no son “estoy de acuerdo” o “estoy en desacuerdo”, sino “me gusta”, “me encanta”, “me importa”, “me divierte”, “me asombra”, “me entristece” o “me enfada”. El emotivismo se ha impuesto en la sociedad posmoderna. El objetivo es provocar sentimientos y minimizar los razonamientos. Si seguimos por este camino, vamos a llegar a un tipo de persona con una sensibilidad a flor de piel y una escasa capacidad crítica. ¿No es este el mejor camino para el vaciamiento personal y la manipulación?
Escribo sobre este asunto porque la primera lectura de la liturgia de hoy me ha dado pie para ello (cf. Hch 17,22-34). Pablo se encuentra en el Areópago de Atenas. Lucas, el autor de los Hechos de los Apóstoles, pone en sus labios un discurso que se convierte en modelo de predicación a los gentiles, un discurso que hoy llamaríamos “inculturado”. Pablo, buen conocedor de la cultura griega y maestro en el idioma, comienza ganándose la benevolencia de los atenienses aludiendo al altar “al dios desconocido” que ha encontrado visitando los monumentos de la ciudad y a las composiciones de algunos poetas griegos que han afirmado que “somos estirpe suya”, de ese Dios que “no está lejos de ninguno de nosotros, pues en él vivimos, nos movemos y existimos”.
La composición del discurso es impecable. El objetivo es conectar la novedad del mensaje cristiano con las búsquedas religiosas de los griegos. Pero el flujo del discurso tropieza con la piedra de la resurrección: “Al oír «resurrección de entre los muertos», unos lo tomaban a broma, otros dijeron: «De esto te oiremos hablar en otra ocasión»”. El resultado es que la mayoría de los oyentes no acepta el mensaje de Pablo, aunque “algunos se le juntaron y creyeron”. Siempre hay una minoría que se sale de la masa.
Los discursos bien articulados son imprescindibles para mostrar la inteligibilidad de la fe y su compatibilidad con la razón, pero pocas veces mueven a la conversión. La fe tiene un componente emocional que escapa a nuestro control. A veces, lo que uno menos imagina (una imagen, una canción, un apretón de manos, una sonrisa) tiene más poder que un argumento bien trabado. Puede que resulte descorazonador, pero los seres humanos nos compartamos así. Las redes sociales son un inmenso escaparate donde esta lógica impera.
El director de un taller de oratoria en el que participé hace unos años repetía a menudo que los grupos de más de quince personas no son grupos reflexivos sino emocionales. Quizá por eso los políticos en sus mítines y los cantantes en sus conciertos se dejan de argumentos y apelan siempre a las emociones. Mi pregunta es si esa primera conexión lleva a algo serio y duradero o, por intensa que sea, es efímera y muere con la misma velocidad con que nace. No lo tengo tan claro. Bueno, quizás sí lo tengo claro, pero no puedo sustraerme al influjo del ambiente emotivista que vivimos.
Una vez encontré una piedra en una casa de EE con la frase "sólo lo afectivo es efectivo". Soy razonadora por naturaleza pero sé que lo más iluminador es lo que llega al corazón. Sobre todo en temas que tocan lo humano-divino. ¿Será sólo cuestión de orden? Me quedo con las dos cosas. Gracias por tu constancia en compartir...
ResponderEliminarGracias por ayudarnos a reflexionar sobre el tema.
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