No es fácil hablar del perdón sin naufragar en tópicos. Cuando Jesús lo hace, echa mano de la hipérbole para hacernos ver que el perdón es siempre algo exagerado, una realidad que sobrepasa cualquier límite razonable. Este me parece ser el mensaje central del Evangelio de este XXIV Domingo del Tiempo Ordinario. En el libro del Eclesiástico (primera lectura) leemos: “¿Cómo puede un hombre guardar rencor a otro y pedir la salud al Señor?”. Por punzante que suene la pregunta, esto es lo que sucede a menudo en nuestras vidas. Ansiamos que Dios perdone nuestros extravíos mientras nosotros llevamos cuenta de las afrentas que nos hacen los demás.
Lo peor es que casi nunca nos damos cuenta, porque uno de los efectos más perniciosos del odio y del resentimiento es que producen ceguera. Nos impiden ver las cosas como son. Cuando uno se instala en el papel de víctima, todo lo filtra a través de la herida. Esto es perfectamente comprensible, sobre todo cuando las víctimas son ignoradas, silenciadas o menospreciadas. Pero no es el mejor camino para una curación integral y para un nuevo comienzo.
Lo que Jesús nos transmite con esa hiperbólica parábola del rey que perdona una deuda de diez mil talentos (cifra desorbitada que, según algunos cálculos, equivaldría a doscientos mil años de trabajo) es que solo Dios tiene el poder de perdonar hasta la raíz. Lo que cuenta no es la gravedad del pecado, sino la inmensidad del perdón. En otras palabras, solo Dios puede crear y recrear. El perdón de Dios no es un barniz que cubre nuestras miserias, sino un amor que nos regenera, que nos convierte en nuevas criaturas. A nosotros, hombres y mujeres limitados, se nos invita a reflejar ese perdón. No hay proporción entre diez mil talentos y cien denarios. Lo que nosotros le debemos a Dios por nuestra ingratitud no se puede comparar con lo que nos deben a nosotros.
Y, sin embargo, tendemos a poner el acento en los agravios que recibimos de los otros más que en la falta de respuesta agradecida a Dios por nuestra parte. Por eso, nunca acabamos de ser libres. Somos prisioneros de nuestra tendencia innata al ajuste de cuentas. Creemos que hasta que no pongamos las cosas en orden no vamos a ser felices. Jesús insiste en que el verdadero perdón (el de Dios) “desordena” las cosas porque no es calculador, sino exagerado, magnánimo. Derrota el pecado por elevación.
La lección de este domingo es humanamente incomprensible (yo diría que hasta escandalosa y provocativa), a menos que hayamos tenido la experiencia de haber sido perdonados alguna vez sin haber hecho méritos para ello. Cuando hemos vivido en carne propia lo que significa que Dios nos perdone “cuando aún éramos pecadores”, entonces empezamos a barruntar qué significa este poder que Dios tiene de hacer todo nuevo. Luego, como a tientas y siempre con avances y retrocesos, tratamos de replicar esta actitud divina en nuestras relaciones con los demás. Nos vamos adiestrando en la lógica del perdón (“hasta setenta veces siete”; es decir, siempre), pero chocamos una y otra vez con nuestros deseos de justicia reparativa y a veces con nuestras ansias de venganza.
Si ya es difícil aplicar esta lógica a las relaciones interpersonales, se hace casi imposible cuando se trata de aplicar a las relaciones sociales, al mundo de la política y de la economía. Sin embargo, este es el sueño de Jesús. El Eclesiástico dice: “Si un ser humano alimenta la ira contra otro, ¿cómo puede esperar la curación del Señor? Si no se compadece de su semejante, ¿cómo pide perdón por sus propios pecados?”. La gran novedad de Jesús consiste en invertir el orden: “Toda aquella deuda te la perdoné porque me lo rogaste. ¿No debías tú también tener compasión de tu compañero, como yo tuve compasión de ti?”. Podemos perdonar porque hemos sido perdonados.
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