Hay personas, grupos y países que pasan del orgullo a la autodestrucción sin solución de continuidad. Uno de ellos es Argentina, otro Colombia y otro -mal que me pese- es España. Son países que tan pronto son capaces de afirmar que están entre los mejores del mundo (cada uno tiene siempre motivos para esta clasificación) como de considerar que todo va mal y que no tienen solución. Lo estoy percibiendo ahora en Colombia. El entusiasmo que el presidente Petro despertó en muchos sectores de la sociedad colombiana ha empezado a desinflarse. Se disparan de nuevo las tensiones de todo tipo, incluidas las que conducen a la violencia.
Aquí en Medellín, por ejemplo, ha vuelto a aumentar mucho la población “en situación de calle” como los robos a mano armada. En Argentina la inflación sigue desbocada. Aumenta el número de personas que viven por debajo del umbral de la pobreza. La tentación es pensar que se trata de situaciones insuperables y de que no hay remedio para tantos males. Cuando no es la corrupción de los políticos, es la presión del Banco Mundial o de los Estados Unidos, cuando no es el neoliberalismo es la nueva izquierda latinoamericana… Siempre hay motivos para culpar a otros de lo que nos está pasando. Y, si no, siempre cabe apelar al viejo colonialismo y a sus formas redivivas.
La tendencia insana a la autodestrucción es un mecanismo que tenemos las personas, los grupos y los pueblos para sumirnos en un estado paralizante que nos exime de todo esfuerzo. Como todo está mal, como nada funciona, no me siento motivado para hacer nada. Me dejo llevar por un sentimiento de impotencia, culpo de todo a extraños contubernios mundiales, considero que el fracaso es nuestro estado natural. Una vez instalados en esta situación, nadie puede exigirme nada. Viviré mal, pero, por lo menos, no tengo que cargar con el peso de sentirme corresponsable de mi destino o del destino de los demás. Que cada palo aguante su vela.
Es evidente que una actitud como esta, que hace de la autodestrucción la clave de todo, no nos lleva muy lejos. ¿Qué pasaría si, en vez de abandonarnos a un sentimiento tan dañino como inútil, empezáramos a practicar, ya desde niños, una sana autocrítica? Esta nueva actitud parte del supuesto de que yo, por muy condicionado que esté por múltiples factores, soy un sujeto libre y responsable. Puedo cometer errores, pero también puedo reconocerlos y superarlos. De mí depende, en buena medida, que las cosas me aplasten o me ayuden, que las crisis sean una fosa o un trampolín.
Tanto Colombia como Argentina y España tienen recursos humanos y materiales suficientes para no abandonarse a la autodestrucción. Pero necesitan, a mi juicio, ser autocríticos, poner nombre a las causas que generan su parálisis y trabajar ordenadamente sobre ellas. No se trata de pasar nuevamente de la autodestrucción a un sentimiento adolescente de orgullo, sino de cultivar la autoestima, valorar lo que se ha conseguido, estimular a quienes quieren mejorar y asumir el costo que supone el cambio. Cuando una persona, un grupo o un país no asumen con valentía su cuota de responsabilidad en los procesos que viven, y siempre tienden a buscar chivos expiatorios, no hay posibilidad de emprender verdaderos procesos de transformación.
Más autocrítica y menos autodestrucción me parece la línea que debemos seguir cuando de verdad queremos cambiar y asumimos el protagonismo de este cambio. Estoy convencido de que hay muchas personas que comparten este punto de vista y que están dispuestas a hacerlo realidad.
Pues sí, Gonzalo, comparto tu punto de vista y creo que es muy importante lo que escribes, para empezar a nivel personal: “De mí depende, en buena medida, que las cosas me aplasten o me ayuden, que las crisis sean una fosa o un trampolín.” Gracias por aportar luz en este campo.
ResponderEliminar