No es fácil situarse en el mundo que nos ha tocado vivir. Por una parte, se suceden las
noticias de avances y progresos en el campo científico y tecnológico. Son tantas que es imposible estar al día de todo lo que se nos viene encima. Se producen
muchos más cambios de los que podemos asimilar. Por otra parte, los continuos
avances no siempre se corresponden con un aumento significativo de felicidad personal y
social. No es fácil encontrar personas que se encuentren bien, que disfruten de
lo que son y tienen, que contemplen el presente con serenidad y el futuro con
esperanza. Da la impresión de que todos vamos corriendo –y a menudo desorientados– hacia
un no se sabe dónde que nos arrastra. Es probable que los más jóvenes, nacidos
y crecidos en este ambiente, consideren normal este modo de vida. A mí me
resulta innecesariamente acelerado e insano. Antes de que uno pueda hacerse
cargo de algo, comprenderlo y disfrutarlo, un nuevo acontecimiento o artilugio
se nos echa encima en una acumulación imparable. Se nos obliga a acumular, no
se nos deja asimilar. No me extraña que muchas personas necesiten ayuda
psicológica o psiquiátrica. Las librerías de los aeropuertos están saturadas de
libros de autoayuda. Es un boom
editorial. Siempre hay alguien que sabe sacar partido de nuestras ansiedades y depresiones.
Hay cinco
relaciones básicas que nos configuran: con nosotros mismos (1), con los demás (2), con
el mundo (3), con el tiempo (4) y con Dios (5). Del modo como las vivamos dependerá que nos
sintamos centrados o descentrados, serenos o ansiosos, abiertos o cerrados,
alegres o tristes. Son como notas de un pentagrama. Su verdadero significado
depende de la clave que coloquemos al principio. Si la clave es una “vida sin
Espíritu”, entonces el yo se convierte en centro de todo; los demás aparecen
como enemigos de los que me tengo que defender; el mundo es una fuente de recursos
que puedo explotar sin medida; el tiempo es un lapso breve entre el nacimiento
y la muerte que se hace más tolerable si me dedico al disfrute; y Dios es solo
un mito inventado por el hombre para hacer más llevadero el drama de la vida
humana. Quizá lo he resumido todo de forma muy drástica y poco matizada, pero
me parece que la vida “sin Espíritu” se parece bastante a la descripción anterior.
El resultado es –como no puede ser de otra forma– una existencia gris, sin
alicientes. Buscamos estímulos que nos saquen de esta cárcel, pero lo que
hacemos es enredarnos en experiencias adictivas que nos van cerrando cada vez más en
nosotros mismos y en nuestra propia cárcel.
Hay otra manera
de vivir: es la vida “con Espíritu”. Hace un par de días, el domingo de Pentecostés,
celebramos el don del Espíritu que Jesús hace a quienes creen en él. Cuando el
Espíritu figura como clave del pentagrama de nuestra vida, entonces nos vivimos,
no como el centro de todo, sino como hijos e hijas de Dios y, por tanto,
experimentamos los dones propios de los hijos: dignidad, libertad, paz y alegría; los
demás ya no son enemigos de los que tenemos que defendernos o con los cuales
tenemos que competir en una lucha darwiniana por la vida, sino hermanos y
hermanas en Cristo con los cuales establecemos relaciones de amistad y
fraternidad; el mundo es la “casa” que se nos da para que la administremos (no
para que la explotemos) desde una actitud ecológica y responsable; el tiempo –la
historia– se convierte en la oportunidad de desplegar todos nuestros dones,
siendo co-creadores con Dios, y de encaminarnos hacia la patria definitiva; y
Dios, por fin, no es un mito inventado, sino el Abbá –como lo llamaba Jesús– el Padre que nos da la vida, nos
mantiene en ella y nos regala una vida definitiva junto a él. Vivir “con Espíritu”
es una manera alternativa de situarnos en este mundo complejo. Es probable que
no podamos cambiar todo lo que nos gustaría, pero podemos vivirlo con una
actitud de fe. Los frutos son evidentes.
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