jueves, 13 de junio de 2019

Una nueva relación

Desde julio de 1994 he viajado muchas veces a Latinoamérica en los últimos 25 años. Algunos de mis mejores amigos son latinoamericanos. Conozco todos los países desde México a Argentina, incluyendo un gigante como Brasil y un enano como El Salvador. Sumando los numerosos viajes, creo que he pasado casi dos años en este continente. Cada vez que visito alguno de sus países me siento en casa. Será tal vez por la lengua común, por la historia compartida, por algunas semejanzas culturales, por el sentido de la alegría y de la fiesta, por las comidas y conversaciones compartidas o vaya usted a saber por qué. Me gusta conocer la geografía y la historia de cada lugar. Procuro leer, pero he aprendido mucho más escuchando a las personas y tratando de comprender sus sentimientos e ideas. Disfruto con el patrimonio común a un lado y otro del charco. Me siento tan cercano a Joan Manuel Serrat como a Jorge Drexler, Juanes o Silvio Rodríguez. Me encanta cómo escribe García Márquez y disfruto con algunos textos crípticos de Borges. En su día leí mucho al peruano Gustavo Gutiérrez (considerado el padre de la teología de la liberación) y al brasileño Leonardo Boff. Me gusta el cine mexicano y argentino. La emoción de navegar por el río de la Plata o por el río Atrato no se puede expresar con palabras, lo mismo que la quietud de sobrevolar los Andes chilenos o adentrarse en la Catedral de Sal de Zipaquirá. Me estremeció la marginación del antiguo barrio del Bronx en Bogotá y la violencia salvaje de Ciudad Juárez en México o de San Pedro Sula en Honduras. Siento muy en carne viva el drama de tantos centroamericanos (sobre todo, hondureños) y venezolanos que tienen que huir de sus países a causa de la miseria o la violencia. En fin, que lo que sucede en Latinoamérica me afecta de lleno.

Quizás por eso me cuesta tanto entender los recelos y resentimientos que se reabren con frecuencia cuando se va más allá de las meras relaciones de cortesía. Me duelen los prejuicios e incomprensiones. Hace tres meses, por ejemplo, el presidente de México solicitó por carta al rey de España y al papa Francisco que pidieran perdón por la conquista de México. Ardieron las redes sociales a favor y en contra de tal petición. Me tomé la molestia de leer también algunos artículos de periódicos de una y otra parte. Se percibían heridas frescas, apenas cubiertas con la gasa ligera de la diplomacia. Enseguida se destaparon los frascos que encierran viejos fantasmas de amor-odio, propios de personas y países que se quieren y se necesitan. Son de sobra conocidos y reaparecen cíclicamente, sobre todo cuando les interesa airearlos a los políticos de turno. Lo hicieron de manera oficial en torno a 1992 a propósito del quinto centenario del “descubrimiento-encuentro-conquista-masacre” (todavía hoy no existe acuerdo para denominar un fenómeno que cambió la historia). Algunos españoles influyentes que viven en países americanos son los primeros en convertirse en portavoces de estas críticas, como si tuvieran la necesidad de blanquear su conciencia y de ser más papistas que el papa.

Hablemos sin tapujos. Para muchos latinoamericanos, España –más allá de la admiración por el Barça o el Real Madrid, Rocío Dúrcal y Alejandro Sanz, Pedro Almodóvar y Penélope Cruz– representa la vieja potencia conquistadora que masacró a las poblaciones indígenas, destruyó lenguas y culturas centenarias, robó el oro y la plata de las minas, introdujo la esclavitud, impuso una religión extraña a base de espada, arcabuces e Inquisición y sentó las bases de la corrupción y el clientelismo que tanto han impedido el crecimiento de estos pueblos. No importa que los propios apellidos denoten en muchos casos la ascendencia hispana de quienes así se manifiestan. El guion está ya escrito y no se cambia. Los estereotipos se pueden divulgar de manera ofensiva y burda a través de un comentario de Facebook o de un tuit incendiario. O se pueden disfrazar de sesudas investigaciones científicas. En el fondo, no hacen sino prolongar y actualizar la famosa leyenda negra contra España –creada y difundida, sobre todo por británicos y holandeses a partir del siglo XVI, pero también abonada por algunos españoles– y que tanto se acrecentó durante los años de la independencia de muchas repúblicas americanas para aborrecer el pasado español y mitificar las gestas de los llamados libertadores, hoy sometidas también a revisión.

Los estereotipos por parte ibérica no se quedan atrás. Muchos españoles defienden, con más entusiasmo que conocimiento de causa, que la conquista fue una proeza histórica inigualable, agrandan sus logros y minimizan sus brutalidades, errores y fracasos, recurren al consabido estribillo de que la historia siempre se ha escrito a base de sangre y fuego (“¡También nosotros fuimos conquistados por celtas, iberos, griegos, cartagineses, romanos, vándalos, suevos, alanos, árabes!” se dice con actitud exculpatoria) y repiten como un mantra aquello de que “los responsables fueron vuestros antepasados que emigraron a América, no los nuestros que se quedaron en España”. Se ensalza el mestizaje (alabándolo frente a la exquisita distancia anglosajona) y se relativiza la explotación (en esto no hay muchas diferencias). Se acusa a los latinoamericanos (a veces llamados despectivamente “sudacas” en algunos lugares) de zalameros, victimistas, vagos, desorganizados e inconstantes. 

Una vez perdidos el respeto mutuo y la debida proporción, todo se torna grosero e hiriente. Aparte de un cierto desahogo emocional, estas batallas dialécticas sirven para muy poco, a no ser para engordar los prejuicios y alimentar la hoguera de los agravios. Mientras, no se examina con objetividad la historia y, sobre todo, no se asumen las propias responsabilidades (incluyendo, si es oportuno, la de pedir perdón).

Los planteamientos cuantitativos (“y tú más”) no ayudan a avanzar. Enconan o soterran el conflicto. Se necesita un cambio de paradigma cualitativo. Nadie es más ni menos que nadie. Desde una radical actitud de igualdad y fraternidad, se pueden plantear objetivos nuevos. Se trata, en primer lugar, de conocer juntos la historia común con la mayor objetividad posible, no solo para inventariar aciertos y errores de unos y otros, o hacer un juicio sumarísimo sobre personas y acontecimientos desde criterios de hoy, sino, sobre todo, para asumirla con responsabilidad y aprender de ella. Sin “memoria histórica” no puede haber auténtica reconciliación. Y sin reconciliación no hay un futuro prometedor. Por eso, es loable la creación de grupos de trabajo conjuntos que investiguen el pasado para mostrar las luces y las sombras. Pero más loable es empeñarnos juntos en proyectos de futuro desde una actitud de mutua colaboración, potenciando los recursos naturales y humanos de todos. 

Hay países donde todavía se habla con normalidad de “madre patria” en referencia a España; en otros, la expresión suena rancia y maternalista. Más allá de las palabras, lo que importa es imaginar un futuro diferente, compartir proyectos contra la pobreza, el maltrato infantil, el analfabetismo, la degradación ecológica, la trata de personas, la droga, la violencia, los desplazamientos, etc. Ya no es posible devolver materialmente el “oro robado” (por hacer referencia a una reclamación muy repetida por algunos) pero sí es posible, por ejemplo, hacer inversiones que no miren solo al beneficio de las empresas (como sucede con algunas multinacionales españolas de gran implantación en Latinoamérica) sino, sobre todo, a la creación de empleo y al desarrollo integral de los países. Tras 200 años de independencia, una nueva relación es posible.



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