Fue inaugurado
hace casi 100 años, concretamente el 17 de octubre de 1919. Ahora lo usan más de 550 millones de pasajeros al año. Yo lo uso cada vez que paso por la capital de
España. Me refiero al Metro de Madrid,
cuyas cifras
ponen de relieve la importancia de este medio subterráneo. En Roma apenas lo utilizo,
pero en Madrid es casi obligado. Todo el mundo lo llama “el metro”. En Buenos
Aires, sin embargo, a este medio de transporte lo llaman “el subte”. En Estados
Unidos usan la palabra subway,
mientras que en Londres es el undergorund; o, más popularmente, the tube (el tubo). He tenido ocasión de
usarlo una vez más en mi escala madrileña, camino de Guinea Ecuatorial. Y
también esta vez me ha sorprendido el muestrario humano que se observa en este
abigarrado mundo subterráneo. En los últimos años hay un elemento que une a la mayoría
de los usuarios: el uso del teléfono móvil. Muchos escuchan música, otros juegan
o mandan mensajes de texto, unos pocos hablan. He intentado recordar lo que la
gente hacía cuando no existían los celulares, pero no lo he conseguido. Supongo
que leíamos o permanecíamos “cabizbajos y meditabundos”.
Hay un mundo que se desarrolla en la superficie y otro que discurre bajo tierra. El primero es
ruidoso, bastante caótico, cambiante, lleno de estímulos visuales y auditivos.
El segundo es más silencioso, ordenado, estable y previsible. Unas pantallas te
indican cuándo pasará el siguiente metro y otras te informan de las noticias
del día y de otros datos de interés, como la previsión meteorológica, el tráfico
en superficie, etc. En el mundo exterior hay grandes diferencias. Uno ve coches
de lujo y utilitarios de segunda mano, edificios de ricos y casitas de pobres.
A veces, llueve o nieva, y otras cae un sol de justicia. Uno nunca sabe con
exactitud cuándo llegará a su destino porque depende de factores como el tráfico
rodado, la frecuencia de los autobuses urbanos y otras muchas variables. En el
mundo subterráneo, por el contrario, todos –ricos y pobres, nacionales y extranjeros,
urbanitas o rurales– descienden por las mismas escaleras, pagan el mismo
billete y usan los mismos vagones. En el metro no hay clase business y clase turista. Es un medio interclasista donde se da un democrático y no siempre saludable intercambio de microbios. En el mundo subterráneo importa poco el tiempo meteorológico.
Se mantiene una temperatura bastante estable. Uno no necesita ni botas de agua
ni paraguas. Con un poco de práctica, se puede calcular bastante bien cuánto
tiempo se tarda en llegar a la estación de destino. No suele haber muchas sorpresas.
No sé si el metro
es una metáfora de lo que somos cada uno de nosotros. También en nuestra
personalidad hay un nivel superficial y otro profundo. Cuanto más vivimos de puertas
afuera o “de cara a la galería”, más se acentúan las apariencias y las diferencias.
En la profundidad de nuestro ser todos nos parecemos mucho. La superficialidad
nos separa y clasifica. La profundidad nos une e iguala. Pero si algo aprendí
ayer en el metro es que no todo es tan previsible como a simple vista parece.
En un vestíbulo de la estación de Avenida de América me encontré a un anciano
que, acompañándose de un fondo musical pregrabado, interpretaba con su violín La primavera de Vivaldi. Entre Pacífico y O’Donnell, dos barbudos colombianos, disfrazados de mujer, interpretaban canciones bailables en uno de los vagones. A pesar de que está
prohibido, también vi a algunas personas pidiendo limosna después de contar lúgubres
historias que uno nunca sabe si son ciertas o forman parte del guion de los
mendigos profesionales. Así que, no todo es tan monótono y regulado como uno podría
imaginar. El metro es más que un medio de transporte. Tiene algo de mercado
(hay tiendas de diverso tipo en algunas estaciones), museo (hay exposiciones),
teatro y sala de conciertos (abundan los músicos ocasionales) y hasta librería (en los vagones hay textos literarios que invitan a la lectura).
En el fondo de
nosotros mismos hay también una riqueza escondida que a menudo ignoramos porque
nos cuesta descender hasta él. Seducidos por lo que se ve afuera y temerosos de
encontrar fantasmas en nuestro interior, nos da miedo nuestro “mundo
subterráneo”. Carecemos de un metro que nos permita recorrerlo con seguridad,
detenernos en las diversas estaciones y observar toda la vida que bulle dentro. O
quizá tenemos miedo de subirnos a él. Creo que el metro que nos adentra en
nuestro mundo subterráneo es el silencio, pero no están los tiempos para mucha “música
callada”. Quizá tengamos que viajar más en metro para acostumbrarnos a estos viajes subterráneos que tanto pueden ayudarnos a conocer quiénes somos y adónde vamos.
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