En la vida social
multiplicamos los elogios de las personas que nos parecen buenas. Solemos
hacerlo con la mejor intención: “Mira cómo esta esposa anciana cuida a su
marido enfermo de Alzheimer. Es increíble su dedicación noche y día”. A veces
nos extendemos en detalles: “No sé cómo esa mujer saca tiempo para cuidar a su marido,
a sus dos hijos pequeños y encima cumplir con sus ocho horas de trabajo. Es
admirable”. Como necesitamos ejemplos de personas buenas, no tenemos
inconveniente en exagerar las cosas sin suficiente conocimiento de causa: “Nuestro
párroco no para un momento. Lo mismo está visitando enfermos que preparando las
catequesis o celebrando los sacramentos. Y siempre con una sonrisa en los labios”.
A todos nos hace bien poner de relieve que en el mundo hay millones de personas
buenas que inclinan la balanza hacia el lado del bien cuando unos pocos sinvergüenzas
hacen todo lo posible por vencerla hacia el lado del mal. Nada que objetar a
esta promoción de los buenos para descontaminar el ambiente social enrarecido y encontrar estímulos para nuestro propio crecimiento.
Hay un aspecto,
sin embargo, que no tendríamos nunca que olvidar. Las personas buenas tienen también
su cara B, lo cual no las hace menos buenas sino más humanas. Los elogios desmedidos
que no tienen en cuenta esta cara B hacen que estas personas se vean a veces
obligadas a responder a la imagen buena que
los demás tienen de ellas, lo cual puede producir una gran ansiedad. Por eso,
más importante que multiplicar los halagos es practicar el arte humilde de la
escucha, permitir que quienes se están desgastando por los demás tengan
oportunidad de desahogarse, de compartir sus sentimientos encontrados, sus
crisis y sus cansancios. Esto ayuda más que una palmadita en la espalda o un
comentario elogioso pero, en el fondo, descomprometido. Quizá algunos ejemplos
extraídos de mi experiencia pastoral pueden ayudarnos a todos:
- La esposa que es alabada por el cuidado exquisito con el que trata a su marido, enfermo de Alzheimer, es la misma que muchas noches se derrumba en la cama y llora en silencio porque su marido le parece un extraño con el que no puede apenas comunicarse. Es la misma que ve cómo las 24 horas del día está atada a su marido enfermo, sin posibilidades de pasar una semana fuera de casa. Es la misma que acepta con sencillez las palabras de elogio que le dirigen los demás, pero comprende al mismo tiempo que nadie se hace cargo de su pesado fardo. Es la misma que, sin darse cuenta, se va hundiendo en una especie de silenciosa depresión.
- Los matrimonios que son felicitados públicamente por su fidelidad y perseverancia –¡Enhorabuena por vuestras bodas de oro!– son los mismos que a veces entran en largos períodos de incomunicación en los que se preguntan si ha merecido la pena embarcarse en esa aventura. Son los mismos que, tras las fotos de rigor, enfilan de nuevo una vida aburrida, como si el matrimonio fuera, en el fondo, una “derrota aceptada”.
- Los hijos o hijas que han decidido recortar su vida social por hacerse cargo de sus padres ancianos o enfermos son los mismos que, de vez en cuando, pierden los nervios y, sin darse cuenta, se desahogan de manera hiriente: “¡Por tu culpa tengo que quedarme este año sin vacaciones! ¡Cómo sigáis así os mando cuanto antes a una residencia, yo estoy llegando ya al límite!”. Son los mismos que se preguntan por qué ha recaído sobre ellos esta responsabilidad cuando otros hermanos parece que se lavan las manos.
- El sacerdote que se desvive por los demás y que es reconocido por sus parroquianos es el mismo que, a veces, un domingo por la tarde, siente que todo el mundo lo reclama, pero pocos –o nadie– se preocupan de él: de su salud, de su soledad, de sus cuitas. A veces experimenta un enorme vacío. No puede permitirse el lujo de ser débil y frágil porque los demás lo ven como el hombre fuerte que tiene que estar siempre al pie del cañón porque se supone que Dios es su fortaleza.
- La madre joven que es admirada porque compagina a las mil maravillas su vida laboral y familiar es la misma que no encuentra tiempo para hablar con su marido de tú a tú y compartir con él la carga del día a día. Se siente admirada, pero quizás también explotada. No puede exteriorizarlo porque todo el mundo tiene la idea de que una madre es una persona que debe sacrificarse hasta el final por los demás sin que ella pueda reclamar sus derechos.
Los ejemplos se
pueden multiplicar. Cada una de estas personas buenas, si tuviera valor para
confesar lo que siente, en muchas ocasiones gritaría: “Elógiame un poco menos y ayúdame un poco más; o, por lo menos, dame
tiempo para que yo sienta que alguien me escucha”. Cuando uno es joven
piensa que las personas buenas tienen el deber de serlo y que no se cansan
nunca, que son incombustibles. Solo conoce su cara A. Pero, a medida que vamos haciéndonos
mayores, comenzamos a ser sensibles a la cara B, la que no se ve pero condiciona
mucho la vida de las personas. Esto tendría que ayudarnos a ser cercanos a las
necesidades de quienes hacen tanto por nosotros. No hay que esperar a un nuevo
elogio... póstumo. Podemos hacer muchas cosas mientras estas personas están todavía
con nosotros. Hoy es ese día.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
En este espacio puedes compartir tus opiniones, críticas o sugerencias con toda libertad. No olvides que no estamos en un aula o en un plató de televisión. Este espacio es una tertulia de amigos. Si no tienes ID propio, entra como usuario Anónimo, aunque siempre se agradece saber quién es quién. Si lo deseas, puedes escribir tu nombre al final. Muchas gracias.