
El II Domingo de Pascua cierra una semana intensa y hermosa. El lunes nos levantábamos con la inesperada noticia de la muerte del papa Francisco. Ayer sábado se celebró su funeral en la plaza de san Pedro y su posterior inhumación en la basílica de Santa María la Mayor. La homilía del cardenal decano Giovanni Battista Re -un italiano jovial de 91 años- trazó una silueta del Papa y acentuó algunas de sus prioridades pastorales, especialmente su lucha infatigable por la paz. Este es precisamente el saludo del Resucitado que se repite por tres veces en el evangelio de hoy.
Además de todo lo relacionado con la muerte y funeral del papa Francisco, la semana nos ha deparado otros muchos acontecimientos. En mi caso, he estado de miércoles a viernes volcado en la 54 Semana Nacional de Vida Consagrada. Me hubiera gustado haber escrito sobre ella, pero no he dispuesto de tiempo. Recogeré alguna de sus aportaciones en los próximos días. Ayer por la tarde pude acercarme también a la Fiesta de la Resurrección que se celebró por tercer año consecutivo en la plaza de Cibeles. No fue necesario despejarla pronto porque los seguidores del Real Madrid no pudieron celebrar la victoria en la Copa del Rey, que se fue al Barcelona tras un partido memorable.

Ahora, con la tranquilidad de una mañana primaveral, vuelvo sobre lo vivido a la luz de la Palabra de Dios. El diálogo del Jesús resucitado con el dubitativo Tomás ilumina el tiempo que estamos viviendo. Cuando sus compañeros le dicen al ausente Tomás que han visto al Señor, éste reacciona como cualquiera de nosotros cuando se ve invitado a creer lo que no ha visto: “Si no veo en sus manos la señal de los clavos, si no meto el dedo en el agujero de los clavos y no meto la mano en su costado, no lo creo”. Tomás no es más incrédulo ni más traidor que los demás. Es el representante de todos los creyentes de las generaciones venideras que “no hemos visto” al Señor. Él quiere estar seguro de que el Resucitado no es un fantasma -y mucho menos un espejismo-, sino el mismo con quien él ha convivido y que ha muerto en la cruz. Quiere saber, en definitiva, si hay una continuidad entre el Crucificado y el Resucitado.
Para encontrar una respuesta a esta inquietud no es suficiente amontonar testimonios, afinar la crítica textual y usar otro tipo de procedimientos forenses. Lo esencial es fiarse de la misma palabra de Jesús que -como a Tomás- nos dice: “Trae tu dedo, aquí tienes mis manos; trae tu mano y métela en mi costado; y no seas incrédulo, sino creyente”. No podemos meter las manos en el costado herido del Jesús histórico, pero podemos tocar las heridas de los innumerables “cristos” actuales que lo representan. Confesar a Jesús como Señor y Dios no es el resultado de un raciocinio impecable, sino la gracia concedida a quienes están dispuestos a “tocar” al Cristo herido. El texto de Juan ni siquiera dice que Tomás tocara a Jesús, sino que, ante su invitación, a Tomás se le caen las escamas de la duda y cree de verdad. Siguiendo el lema de la Semana de Vida Consagrada, se podría decir que también en este caso “lo afectivo es lo efectivo”.

Jesús termina su diálogo con Tomás profiriendo una bienaventuranza que se añade a las proclamadas en otros momentos de su vida terrena: “Dichosos los que crean sin haber visto”. El tenor literal suena como una herejía racional para quienes vivimos en un contexto en el que la verdad se reduce a su medición empírica. Una vez más, la fe cristiana aparece como una experiencia contracultural, insubordinada a los dictados de “lo científicamente correcto”.
La fe, como el amor, no necesita “pruebas”, sino algo mucho más radical, verdadero y definitivo: confianza. Sin ella, todo queda al arbitrio de nuestro limitado raciocinio. Mientras nosotros ponemos el acento en las capacidades (limitadas) del propio yo hasta límites exasperantes, el Resucitado sigue diciéndonos: “Paz a vosotros”. La paz (shalom) que él nos regala es la armonía que nuestro pecado personal y social ha roto.
Estamos viviendo tiempos de ruptura. Por eso, en su homilía de ayer, ante muchos líderes mundiales, el cardenal Re dijo: “El papa Francisco elevó incesantemente su voz implorando la paz e invitando a la sensatez, a la negociación honesta para encontrar soluciones posibles, porque la guerra —decía— no es más que muerte de personas, destrucción de casas, hospitales y escuelas. La guerra siempre deja al mundo peor de como era antes: es para todos una derrota dolorosa y trágica”. Si la guerra es una derrota, solo la paz es una verdadera victoria.
En estos momentos, en que los sucesos vienen unos tras otros, con comentarios de todo tipo, unos de esperanza y otros de derrota, viene muy bien la afirmación que haces: “La fe, como el amor, no necesita “pruebas”, sino algo mucho más radical, verdadero y definitivo: confianza.”
ResponderEliminarGracias Gonzalo por ayudarnos a ir descubriendo la verdadera alegría pascual.