Mayo y junio son meses de primeras comuniones en España. Se suelen hacer coincidir con la primavera, los últimos compases del tiempo pascual y casi con el final del curso académico. No sé cómo viven los niños de ahora este momento. La mayoría tienen entre ocho y diez años; o sea, que ya han alcanzado “el uso de razón”, como decía el viejo catecismo. Imagino que todos se han preparado mediante las llamadas catequesis de primera comunión. Los catequistas no lo tienen fácil. En el imaginario social las primeras comuniones son como minibodas en las que los niños y niñas, vestidos como mininovios y mininovias, disfrutan de una especie de fiesta infantil en la que hay banquetes, profusión de regalos y otras lindezas que nuestra sociedad consumista sabe vender casi como imprescindibles para hacer lo que todos hacen y no desentonar.
En medio de este despliegue, es probable, pero no seguro, que algunos niños sepan que van a recibir por primera vez la Eucaristía. No sé cómo se las apañan los catequistas actuales para explicarles a los niños, expertos en informática y saturados de estímulos visuales y auditivos, que en esa hostia redonda se hace presente Jesús. Los niños tienen que hacer dos actos de fe. El primero consiste en creer que eso que parece papel es pan; el segundo en creer que ese pan “es” Cristo. Los niños son capaces de eso y de mucho más, porque están dotados para creer, pero no hay que darlo por supuesto. Admiro a quienes asumen la hermosa y difícil tarea de ayudarles a vivir todo esto con sentido, gratitud y alegría. Ya decía Henri De Lubac que no hay en la Iglesia otro oficio más hermoso que el de catequista, transmisor de la fe.
Hace tiempo que las primeras comuniones y las bodas me producen pocas alegrías. No porque me considere un aguafiestas o porque no disfrute con los encuentros familiares y con las celebraciones, sino porque en la mayoría de los casos me parecen fiestas inflacionistas; es decir, el exceso de euforia no se corresponde con el déficit de fe. No puedo juzgar el interior de cada persona y la verdad de sus intenciones, pero, a tenor de lo que se ve, en muchos casos estas celebraciones no se insertan en un itinerario de fe, sino que son acontecimientos sociales aislados en los que las familias saldan deudas afectivas y protocolarias. La mayoría de los sacerdotes y catequistas, a pesar de su insistencia y de su buena voluntad, no pueden hacer casi nada para evitar este derroche innecesario.
Añoro las primeras comuniones en las que no era necesario disfrazar a los niños y niñas con trajes costosos que nunca más se van a poner y que poco o nada tienen que ver con el misterio que se celebra. Prefiero la costumbre de algunas parroquias en las que hay un conjunto digno de túnicas blancas de diversas tallas que los niños utilizan para la celebración del sacramento. Más allá de su condición social, todos son revestidos del mismo modo, en línea con los usos litúrgicos del tiempo pascual, no con las modas del momento. Y echo de menos alguna forma de celebración festiva en la que los niños y sus familias puedan compartir un día de encuentro en el marco de las parroquias de forma solidaria.
Para muchos niños me temo que la primera comunión no es la última, pero sí un acto aislado que apenas tiene continuidad en su vida posterior por la sencilla razón de que en sus familias no se practica la fe. Aunque llevamos décadas denunciando este reduccionismo, no acabamos de encontrar buenas soluciones pastorales. La más radical es interrumpir durante algún tiempo esta práctica, hacer una especie de prolongado “ayuno eucarístico” a modo de terapia de choque. La reacción de la mayoría sería de disgusto y aun de violencia. La más fatigosa -pero quizá la más eficaz a largo plazo- consiste en ir trabajando esta nueva perspectiva con los jóvenes matrimonios y familias para que, llegado el momento, puedan vivir las primeras comuniones de sus hijos con otras actitudes y prácticas.
Como sucede siempre, si no hay criterios discernidos y aceptados por todos, el cambio será casi imposible. Las rutinas sociales suelen tener más fuerza que las orientaciones pastorales. Mientras tanto, me parece necesario creer en la política de los pequeños pasos. Que no sea posible un cambio radical no significa que no se puedan ir cambiando algunas cosas. Para eso es necesario hablar, reflexionar juntos, compartir ideas y experiencias, evitar las posturas tajantes y unilaterales y tomar pequeñas decisiones que vayan en la dirección correcta. Se requiere una nueva creatividad pastoral que, sin renunciar al significado hermoso y disruptivo de la fiesta, no la reduzca a los modelos consumistas (y caros) de la actualidad, sino que ponga de relieve su valor como lugar de encuentro, alegría, solidaridad y acción de gracias.
Mientras damos nuevos pasos, celebremos con alegría todos los momentos en los que los niños reciben a Jesús. Suceden más milagros de los que podemos medir con nuestros criterios humanos.
En el tema de la catequesis de Primera Comunión, aquí, en nuestro mundo, habría que “reinventarse”, desde las Parroquias, pasando por los padres, catequistas y las personas que intervienen para dar testimonio de fe a los niños y niñas que se preparan.
ResponderEliminarEste tema me sugiere preguntas: Con niños y niñas de estas edades, ¿cómo les haremos comprender y despertaremos en ellos el deseo de recibir a Jesús, sin que puedan percatarse de que los adultos vivimos su presencia en la Eucaristía? ¿Cómo contagiaremos el deseo de recibirle? Sobran palabras y faltan testimonios. En la calle, en los ambientes escolares, en las parroquias, no se percibe esta fuerza que puede atraerles e interrogarles. Nuestra vida ¿es coherente con lo que creemos?
A los adultos nos falta vivir la fe en profundidad para transmitirla con nuestro testimonio y sin muchas palabras.
Gracias Gonzalo por ayudarnos a reflexionar en temas muy candentes.