sábado, 20 de abril de 2019

El sábado santo del planeta Tierra

En esta árida estepa patagónica parece que no pasa el tiempo. Acostumbrado al ritmo frenético de las semanas anteriores, estoy viviendo ahora unos días de sosiego, con más tiempo para la meditación y la lectura. Ayer por la mañana, por ejemplo, me leí de un tirón un libro que encontré en la biblioteca de la comunidad claretiana de Ingeniero Jacobacci. Está escrito por el cordobés Marcos Aguinis en el año 2007. Se titula El atroz encanto de ser argentinos. La explosiva combinación del sustantivo encanto y del adjetivo atroz hacía presagiar una lectura cuanto menos amena. Reconozco que el autor –psicólogo, psiquiatra y escritor– posee un gran dominio del idioma español y de sus variantes porteñas. Repasa con ironía los tópicos que se vienen manejando desde hace décadas sobre los argentinos. Se podría decir que –como buen psiquiatra– tumba en el diván a sus paisanos y los reta a no desanimarse. Me ahorro juicios innecesarios. Cada país sin excepción tiene sus ángeles y demonios. Es saludable ponerles nombre, reírse de ellos y extraer algunas lecciones de futuro. Aprendemos tomando conciencia de lo que vivimos. La lectura del libro de Aguinis me ayuda a interpretar algunos síntomas que estoy percibiendo con claridad durante mi visita a este querido país y que influyen, de un modo u otro, en la misión claretiana. 

Hoy, Sábado Santo, es un día no litúrgico, un día cerrado por defunción y abierto por esperanza. Es también un día en el que la Madre espera y, con ella, todos nosotros. En mí resuenan las celebraciones de ayer y anteayer con la comunidad católica de esta población patagónica ubicada en territorio mapuche. He visto a mis hermanos claretianos muy interesados en conocer la historia de estos pueblos originarios, su cosmología sugestiva, sus reivindicaciones y sus luchas. Es la única manera de acompañarlos de cerca en su camino de fe y promoción social. Con ellos he hablado también de los enormes problemas medioambientales causados por algunas multinacionales que explotan las ricas minas de la zona. El problema es muy complejo. Entran en liza los intereses económicos de empresas extranjeras (aliadas en algunos casos con socios locales) con la defensa del medioambiente y el hábitat de los pueblos originarios. 

Como en tantos otros conflictos de este tipo en diversas regiones del mundo, antes de tomar una postura u otra, es preciso tener un conocimiento lo más objetivo posible de lo que está pasando. No es nada fácil porque, por lo general, las empresas extractoras tratan de maximizar los beneficios sociales de sus actividades (creación de algunos empleos, construcción de infraestructuras, etc.) y minimizar sus enormes riesgos ecológicos (consumo hídrico gigantesco, contaminación ambiental, expulsión de poblados mapuches, etc.). Quizás no esté libre de algunos prejuicios, pero me parece evidente el saqueo –a menudo consentido por las autoridades– a que están sometiendo este país. La voracidad extractora –que está conectada con nuestro estilo de vida consumista, no nos engañemos– apunta ahora al subsuelo de los glaciares. ¿Habrá algún límite?

Corre por la red el vídeo del discurso pronunciado por la joven activista sueca Greta Thunberg en el encuentro anual del World Economic Forum del pasado mes de enero. Es una llamada urgente a transformar nuestro estilo de vida antes de que el cambio climático sea irreversible y el planeta Tierra entre en una etapa de extinción. Se podría decir que, como consecuencia de un viernes santo de explotación y muerte infligido desde hace décadas a nuestro planeta, estamos viviendo ya una especie de sábado santo ecológico. La madre Tierra parece sumida en una tumba de explotación irresponsable. Vemos algunos reportajes en los medios de comunicación, decimos que “ya no nieva como antes”, combinamos las previsiones apocalípticas (“La Tierra tiene los días contados”) con mensajes tranquilizadores (“Tras una etapa de calentamiento, vendrá otra glaciación. Tranquilos, no hay por qué asustarse”), acusamos a los jóvenes de ser blandopacifistas, pero apenas modificamos nuestros hábitos. La vida sigue casi igual.

Parece más que demostrado que, si continuamos con este ritmo de consumo y contaminación, dejaremos un planeta exhausto para las próximas generaciones. Por eso, los jóvenes de todo el mundo son tan sensibles al desafío ecológico y protestan contra nuestra falta de responsabilidad. Por el contrario, pareciera que a muchos mayores nos diera casi igual (Total, yo no lo voy a padecer), como si estas cuestiones no nos afectaran de plano o, en el caso de los creyentes, no tuvieran que ver nada con nuestra fe. Y, sin embargo, el desafío ecológico está conectado con la espiritualidad. No es solo un problema técnico o político: es una cuestión moral y religiosa. Este sábado santo ecológico, en el contexto del Triduo Pascual, puede ayudarnos a meditar con serenidad sobre la muerte de nuestro planeta y acelerar su resurrección mediante un proceso drástico de cambio. Pero, si no reaccionamos a tiempo, puede ser también la ocasión para expedir un certificado de defunción definitivo. 

Los cristianos creemos que la vida entera se mueve según la lógica pascual (pasión-muerte-resurrección). Donde hay muerte, puede haber vida, pero con una condición indispensable: que el amor prevalezca sobre el egoísmo y los valores globales de la humanidad se antepongan a los intereses mezquinos de unas partes privilegiadas. No matemos la esperanza. Hagamos de este sábado santo ecológico una oportunidad para reaccionar con valentía, de modo que se abra paso un domingo de pascua para nuestro planeta y para la humanidad.


viernes, 19 de abril de 2019

Hizo lo que pudo

Creo que fue el escritor Max Aub el que sugirió estas cuatro palabras para su epitafio: “Hice lo que pude”. Los problemas de la humanidad son tan gigantescos y nuestras capacidades tan flacas, que nuestra tentación es hacernos a un lado, retirarnos. El razonamiento es sencillo: como no podemos hacerlo todo, no hacemos nada. De este modo, dejamos que la bola del mal siga engordando mientras rueda pendiente abajo. Son siempre “los otros” (el gobierno, los empresarios, los científicos, la Iglesia) quienes tienen que tomar medidas. Nosotros, las personas de a pie, nos sentimos eximidas de hacer algo. No hay muchos que se sientan David frente a los Goliats que afligen nuestro mundo con su prepotencia. ¿Quién en su sano juicio va a luchar contra los intereses de las empresas de armamentos? ¿Quién puede oponerse a las multinacionales del petróleo? ¿Cómo se combate de manera eficaz el cambio climático? ¿Hay alguna escoba para barrer la basura de los océanos? ¿Existe una máquina eficaz para parar las guerras? ¿Qué vacuna previene contra la corrupción?

Muchas personas tienen la impresión de que no merece la pena esforzarse por cambiar lo que no admite cambio. Ortega y Gasset escribió que “el esfuerzo inútil conduce a la melancolía”. Quizás por eso hay tantas personas melancólicas. Hay otras, sin embargo, que se apuntan a la línea de Max Aub: consideran que, entre el maximalismo de quienes creen que pueden cambiarlo todo y la resignación de quienes piensan que no pueden cambiar nada, está la actitud de quienes hacen lo que pueden. Y en ese hacer lo que se puede (poco o mucho) reside la clave de toda verdadera transformación.

Hoy es Viernes Santo. Hasta en la India, país de mayoría hindú, se conmemora como un día festivo nacional. La celebración de la muerte de Jesús hace que un viernes del año se convierta en santo (según la tradición latina) o en bueno (según la tradición anglosajona: Good Friday). En un día como hoy me pregunto qué hizo Jesús para cambiar el mundo. ¿Merece un puesto destacado en la lista de científicos, filósofos, filántropos, políticos, trabajadores, artistas y santos que han contribuido con sus obras a humanizar la familia humana? ¿O forma parte de la lista de personajes que vivieron del cuento y cuya vida resulta atractiva pero irrelevante? 

Podría responder como responde la dogmática católica diciendo que Jesús es el Redentor del mundo, el Hijo de Dios muerto en cruz para librarnos del pecado. Creo profundamente en la verdad de esta respuesta, por más que suene anticuada. Pero hoy prefiero hacerlo siguiendo la máxima de Max Aub: Jesús “hizo lo que pudo”. Y “lo que pudo” no fue usar una varita mágica para recrear un mundo perfecto donde todo y todos funcionásemos como un engranaje bien sincronizado. Tampoco condenó y aniquiló a quienes contaminan el mundo y fueron responsables de su muerte. Lo que Jesús “pudo hacer” fue amar hasta el extremo para mostrar que Dios ama al mundo hasta el extremo. Un amor así parece no tener espacio entre los humanos. Dios parece no caber en el estrecho recinto de la mezquindad humana. Por eso, lo mataron. Por eso, lo matamos.

Sí, Jesús “hizo lo que pudo”. No pudo hacer más que eso: morir por amor. Si todo amor, por pequeño que sea, supone morir un poco a nuestro ego, un amor extremo significa morir por completo. Y el amor de Jesús es total. ¿Hay algún ser humano que pueda entender que “sea necesario” morir para expresar un amor total? El misterio del Viernes Santo no nos confronta, en último término, con el misterio de la cruz, sino con el misterio del amor; o sea, con el misterio de Dios. Lo que hoy se ventila es si Dios existe o no, si nos ama o no, si Jesús es creíble o no, si nosotros hacemos lo que podemos por cambiar este mundo o nos quedamos con los brazos cruzados. Para un observador externo, la muerte de Jesús es un fracaso estrepitoso, el propio de un idealista imprudente. 

Para el evangelio de Juan, cuyo relato de la pasión se lee en la celebración vespertina del Viernes Santo, la muerte de Jesús es un triunfo, la victoria del amor sobre el odio. La cruz no es un cadalso, sino un trono. La “emisión del espíritu” no es la muerte física, sino la donación del Espíritu de vida. Frente a este Cristo que hizo todo lo que pudo por nosotros, ¿cómo no sentirnos impulsados a hacer todo lo que podamos por él; es decir, por sus hermanos y hermanas más pequeños, que son sus rostros visibles? Este es el verdadero camino para transformar este mundo. Esto es lo que podemos hacer.


jueves, 18 de abril de 2019

La cena puede esperar

Llegué a Bariloche ayer a mediodía después de un vuelo de dos horas y media desde Buenos Aires. El paisaje del incipiente otoño y la temperatura fresca me ayudaron a prepararme para el triduo pascual. Después de compartir almuerzo y conversación con el obispo claretiano del lugar, salí con dos compañeros hacia la misión de Ingeniero Jacobacci. Fueron 200 kilómetros por una pista de tierra –la ruta 23 que solo en algunos tramos estaba asfaltada. Nos alejamos de las montañas y nos internamos en la inmensa estepa patagónica. Enseguida cayó la noche. En el cielo apareció una luna oronda, intensa, pascual. Las estrellas brillaban con fuerza porque en esos parajes, hechos de llanuras interminables y cerros suaves, no hay contaminación lumínica de ninguna clase. 

El camino transcurría con buen humor hasta que, pasado el pueblo de Comallo, nos encontramos con un coche detenido en un borde de la pista. Junto a él, un matrimonio de mediana edad contemplaba la rueda trasera izquierda. Estaba completamente destrozada. No llevaban rueda de repuesto. La de nuestro Toyoya 4x4 no servía para su pequeño Ford. No lo dudamos. Subimos al matrimonio a nuestro vehículo y regresamos a Comallo, donde decían tener unos conocidos. El hombre, albañil de profesión, regresó al cabo de unos minutos con una rueda en sus manos. Volvimos al lugar donde había dejado el viejo coche con las luces de posición encendidas para evitar que otro vehículo pudiera chocarse contra él en la noche patagónica. Fueron 40 kilómetros (entre ida y vuelta) por una ruta polvorienta. El reloj corría. El frío se iba haciendo notar.

La operación de cambio de rueda no dio resultado porque, aunque el hombre se había asegurado de que fuese un modelo con cuatro anclajes, no conseguimos encajarla. La noche avanzaba. La temperatura rondaba ya los cero grados. En ese paraje no hay cobertura de móvil. El matrimonio decidió quedarse en el lugar. Llevaban cobijas (mantas) en su coche. Nos pidió que avisásemos a la policía del puesto más cercano. Así lo hicimos. Ellos se encargaron de avisar a sus colegas de Comallo para que acudieran en su rescate. Nos sentamos a la mesa de nuestra pequeña casita de Ingeniero Jacobacci al filo de la medianoche. La cena estaba preparada desde las 8,30 de la tarde. Otro compañero nos estaba esperando con los platos puestos en la mesa.

Hoy es Jueves Santo. Los cristianos de todo el mundo recordamos la última cena de Jesús. Hablamos de Eucaristía, ministerio ordenado y amor fraterno. Siguiendo lo que hizo Jesús con sus discípulos, incorporamos a la misa in coena Domini el rito del lavatorio de los pies. De esta forma –tres en uno– nos preparamos para el solemne triduo pascual en el que celebramos la muerte, sepultura y resurrección del Señor Jesús. Durante los últimos años, estas fiestas me han coincidido en Roma. Este año estoy en un rincón perdido de la Patagonia argentina. Hay abundancia de silencio, horizonte y frío. Tengo la impresión de que mi Jueves Santo se ha anticipado un día. Lo vivido la pasada noche en el camino de Bariloche a Ingeniero Jacobacci me hizo entender mejor que el verdadero significado de la cena de Jesús –y, por tanto, de todas nuestras cenas eucarísticas– es prepararnos para dar nuestra vida por los demás, para convertirnos en pan entregado. Mis compañeros me dijeron que en las interminables rutas patagónicas es normal que los viajeros se detengan cuando ven a alguien con problemas. Ayer no fue así. De hecho, pasaron algunos vehículos que no lo hicieron. A nosotros nos supuso un retraso de casi cuatro horas. Alteró nuestros planes, nos impidió participar en un encuentro con jóvenes, pero ¿quién tiene cuajo para dejar a un pobre matrimonio en medio de la estepa con un coche averiado?

Pienso en todos los amigos que leéis a menudo este Rincón. Os imagino en los lugares más dispares: en mi pueblo natal, en Roma, en pueblos y ciudades de todo el mundo. Algunos estaréis empeñados en tareas pastorales. Otros estaréis disfrutando de unos días de vacaciones. Tal vez algunos viváis estos días sin pena ni gloria. Cualquiera que sea la situación en la que nos encontramos, el Señor Jesús nos invita a una cena muy especial. Quiere hablarnos al corazón sin multiplicar las palabras. A nosotros, hombres y mujeres orgullosos, celosos de nuestra intimidad, nos va a pedir que nos descalcemos. Antes de que podamos reaccionar, va a tomar una jofaina y nos va a lavar los pies. Nosotros no vamos a saber cómo reaccionar. Ya el hecho físico de descalzarnos nos indica que, si queremos reconocer al Señor, necesitamos librarnos de muchos prejuicios y rutinas. Solo desnudos, descalzos, estamos en condiciones de que su piel roce la nuestra. Solo así notaremos el contacto del agua rodando por nuestros pies. Si somos capaces de no mirar hacia otro lado, habremos comprendido qué significa creer, amar y esperar. Sin ningún esfuerzo discursivo, habremos comprendido que si Jesús, el Maestro, el Señor, hace eso con nosotros, nuestra vida no va a tener ningún sentido a menos que nosotros hagamos lo mismo con los demás. Lavar los pies es una profesión que ha caído en desuso porque a todos nos interesa dominar, no servir. Y, sin embargo, es la verdadera profesión del cristiano.

La noche patagónica, un Jueves Santo anticipado al miércoles, me ha hecho intuir todas estas cosas. Es como si en una especie de flash inesperado hubiera entendido de otra manera mi ministerio sacerdotal, el significado del amor fraterno y el sacramento por excelencia: la Eucaristía. Las tres realidades forman un triángulo indivisible, un complejo vitamínico para nuestra fe mortecina. Antes de acostarme, le di gracias a Dios por haberme introducido en el triduo pascual metiéndome de lleno en una versión actualizada de la parábola del buen samaritano. Mis compañeros me dieron una gran lección que espero no olvidar.

miércoles, 17 de abril de 2019

Fui forastero y me acogisteis

Siguen los ecos por el incendio de la catedral de París. Como sucede con otros acontecimientos luctuosos, tras el impacto inicial, comienzan las reflexiones de todo tipo. Algunos periódicos se prodigan en explicar los detalles técnicos del derrumbe y de la futura reconstrucción. Otros ponen el acento en que ya se han alcanzado unos 700 millones de euros en donaciones. Otros, en fin, se extrañan de la ola mundial de conmoción y solidaridad. Se preguntan por qué la opinión pública no reacciona de igual modo ante catástrofes en las que se ven afectadas muchas personas. Si somos capaces de donar 700 millones en un solo día para reconstruir un edificio, por hermoso y simbólico que sea, ¿por qué no somos capaces de una reacción parecida para ayudar a los emigrantes que surcan las aguas del Mediterráneo o se acercan desde México a la frontera de los Estados Unidos? Pareciera que los humanos tenemos distintas varas de medir. Resulta más espectacular informar sobre el incendio de Notre Dame que sobre el naufragio de una barcaza junto a las costas de Lampedusa o de Cádiz.

Estoy a punto de embarcarme para Bariloche después de un par de días en Buenos Aires, ciudad que está siendo mi centro de operaciones durante la gira por el Cono Sur. Antes, quiero escribir sobre un hecho que me sucedió ayer en el encuentro con un grupo de personas en la parroquia Corazón de María de la plaza Constitución. Después de la misa de las siete de la tarde, me reuní con algunos de los participantes para conocer con detalle la vida de la comunidad parroquial. Me sorprendió ver entre ellos a un buen grupo de venezolanos de todas las edades. Algunos habían llegado hacía solo dos días huyendo de la penuria de su país. Estaban muy agradecidos a la parroquia por haber encontrado en ella un espacio de acogida, encuentro y ayuda fraterna. Se notaba que algunos tenían un buen nivel formativo. Se expresaban con gratitud y contundencia. Estaban abriéndose paso como podían en un país –Argentina– que atraviesa una grave crisis económica y social. La inflación sigue creciendo. En torno a la parroquia ha crecido la prostitución, el consumo de droga y la gente que mendiga por las calles. Para ellos, no tiene ninguna importancia que se queme Notre Dame o que los bomberos de París hayan salvado la estructura del templo. Buscan comida, ropa y medicinas.

Al final del encuentro, se me acercó una señora de más de 80 años. Tenía el pelo blanco y una sonrisa suave. Había nacido en Galicia. Mientras me saludaba, se cruzó una chica venezolana. Sin preguntarle nada, me confesó: “Estoy muy agradecida a esta señora porque hace unos días me dio unas mantas. Mi hijo y yo estábamos pasando frío”. Cuando la chica venezolana se retiró, la anciana gallega me dijo: “¿Cómo no voy a ayudar a esta pobre gente si yo padecí lo mismo en carne propia? Llegué a la Argentina en 1947 huyendo de la postguerra española. Entiendo muy bien lo que significa pasar hambre y frío”. La señora de más de 80 años no es rica. Vive con una pensión muy ajustada. Tendría muchos motivos para decir que este asunto de los inmigrantes venezolanos no va con ella, que bastante tiene con salir adelante en la grave coyuntura por la que atraviesa Argentina, que corresponde al Estado o a la Iglesia ocuparse de estas personas. Sin embargo, la compasión fue más fuerte que su deseo de seguridad. Hizo suyas las palabras de Jesús: “Fui forastero y me acogisteis”. 

¿Cómo no emocionarse ante actitudes así? Está bien que alguno multimillonarios franceses donen millones de euros para la reconstrucción de Notre Dame, pero está mejor que una pobre anciana regale unas cuantas mantas a una joven inmigrante venezolana y a su hijito.

martes, 16 de abril de 2019

El poder de los símbolos

Francia llora la devastación producida por el fuego en la catedral de Notre Dame de París. Dicen que unos doce o veinte millones de personas (las cifras bailan según los medios) la visitan cada año. Yo también lo he hecho en algunas, pocas ocasiones. Recuerdo bien el impacto que me produjo. Cuando ayer por la tarde, a eso de las 14,30 (hora argentina), vi en mi teléfono móvil las primeras imágenes del incendio, sentí una inmensa tristeza. La catedral de Notre Dame es un símbolo de París, de Francia y de Europa. Sintetiza una etapa de la historia en la que el catolicismo impregnaba la vida de los europeos. Una catedral gótica es una Biblia en piedra y vidrio. No se necesita ser una persona ilustrada –y ni siquiera religiosa– para sentir la belleza sobrecogedora que se respira bajo sus naves. Si las iglesias románicas nos invitan a hacer un viaje a nuestro interior, las góticas tiran de nosotros hacia arriba, nos proyectan a un infinito que no conocemos, pero cuyo magnetismo nos atrae. Sin iglesias y catedrales, Europa no sabe quién es. Es verdad que este viejo continente es mucho más que una espléndida colección de edificios religiosos, pero no sería lo que es sin ellos. Una catedral no es solo un lugar para el culto, es el símbolo permanente de una nostalgia y un sueño. Toda catedral gótica nos dice de dónde venimos y adónde vamos con el lenguaje callado de sus ojivas y sus vitrales.

Comprendo la tristeza de los franceses. El incendio que ha arrasado el techo de Notre Dame y derrumbado la aguja situada detrás de las torres frontales parece indicar el colapso de una civilización, de un modo vertical de entender la vida. Es como si el fuego hubiese reducido a cenizas un espacio en el que todos los franceses, incluidos los ateos y agnósticos, se encontraban como en casa.

Escribo estas líneas en Buenos Aires, pero, gracias a Internet, es como si estuviera en la isla de Francia contemplando un espectáculo que parece impropio del siglo XXI. Pareciera que los grandes incendios son cosa del pasado. Sin embargo, el siglo XXI se inauguró con el incendio y colapso de las Torres Gemelas de Nueva York (provocado por la maldad de los seres humanos) y continúa con el incendio y derrumbe parcial de Notre Dame de Paris (provocado tal vez por una negligencia). Por más que nos esforzamos por tener todo bajo control, por extremar las medidas de seguridad, la vida nos sorprende con reveses que nos dejan mudos. Somos grandes, pero no omnipotentes. Hacemos cosas hermosas y eficaces, pero no tenemos en nuestras manos el devenir de la historia.

Un incendio como el de Notre Dame nos recuerda nuestra esencial contingencia y vulnerabilidad, pero también nuestra capacidad de reacción. Parece que los bomberos de París han logrado poner a salvo la estructura principal. El presidente Macron se ha adelantado a anunciar que Francia reconstruirá cuanto antes su catedral más emblemática. En el mundo suceden a menudo desgracias más graves que el incendio de una catedral medieval y, sin embargo, pocas tienen este enorme impacto. Los seres humanos somos esencialmente simbólicos. No medimos las cosas solo según su magnitud o eficacia. Nos dejamos seducir por aquellas realidades que, a partir de una base material, nos transportan más allá, nos remiten a la infinitud de la que procedemos y a la que peregrinamos. Por eso, no es extraño que mucha gente llore. No solo se han perdido para siempre algunos tesoros históricos. Es posible que muchos piensen que se ha perdido un eslabón de la historia sin el cual no es posible reconstruir la cadena de nuestra identidad colectiva. Pero no hay mal que por bien no venga. Tal vez un incendio puede reencender la llama de una fe que parecía olvidada, pero que se mantenía viva bajo las cenizas de la indiferencia o el escepticismo.

lunes, 15 de abril de 2019

Entre dos orillas

Ayer fue un día hermoso. Lo pasé en Progreso. Presidí la eucaristía matutina de la parroquia san Antonio María Claret, compartí un asado con mis compañeros claretianos y, a media tarde, tuve una reunión con ellos como cierre de mi visita a esta comunidad uruguaya. Disfruté de la suave temperatura otoñal, del vino mendocino y, sobre todo, del diálogo franco. De regreso a Montevideo, me embarqué en el buquebus Francisco –en honor del papa argentino– a las ocho y cuarto de la noche. Se trata de un enorme ferry que hace el trayecto entre Montevideo y Buenos Aires en poco más de dos horas y media. Aproveché para escribir la entrada de hoy. Necesitaba disponer de un tiempo tranquilo después de una jornada repleta de encuentros. Como era de noche, no pude disfrutar de la vista del Río de la Plata. Me contenté con recordar mi paseo por la Rambla de Montevideo el sábado por la tarde, antes de celebrar la misa en la iglesia de Fátima. 

En ausencia de un entretenimiento mejor, comencé a leer un interesante libro de Stephen Hawking: Brief Answers to the Big Questions (Breves respuestas a las grandes preguntas). Andaba tras él desde hacía tiempo. Al fin, me lo proporcionó en PDF un compañero malabar. Las 10 preguntas que Hawking se formula son las siguientes:

1: Is There a God?
2: How Did It All Begin?
3: Is There Other Intelligent Life in the Universe?
4: Can We Predict the Future?
5: What Is Inside a Black Hole?
6: Is Time Travel Possible?
7: Will We Survive on Earth?
8: Should We Colonise Space?
9: Will Artificial Intelligence Outsmart Us?
10: How Do We Shape the Future?

No deja de ser un poco extraño formularse estas preguntas –sobre todo la primera– en la tarde del Domingo de Ramos. Por la mañana he proclamado la pasión según san Lucas, acompañado por un lector y una lectora que han leído sus papeles con mucha convicción. Durante la lectura no se oía ni una mosca. La megafonía y la acústica de la iglesia eran óptimas. Me vienen ahora a la memoria las palabras finales de Jesús: “Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen”. A diferencia de Marcos, Lucas no pone en labios de Jesús las palabras del salmo 22: “¡Oh, Dios, ¿por qué me has abandonado?”. El Jesús de Lucas muere como ha vivido: orando y perdonando. Expresa una fe infinita en su Padre y una actitud misericordiosa hacia quienes han provocado su muerte. Ese “no saben lo que hacen” se refiere, ciertamente, a los verdugos, pero también a las autoridades judías y romanas. Se refiere, en último término, a cada uno de nosotros. Cada vez que “matamos” a Dios no sabemos lo que hacemos.

Con este telón de fondo, leo el primer capítulo del libro de Hawking, escrito en un estilo sencillo y comprensible. Extraigo tres párrafos que me impactan:
  • “I do not want to give the impression that my work is about proving or disproving the existence of God. My work is about finding a rational framework to understand the universe around us”.  (No quiero dar la impresión de que mi trabajo consiste en probar o negar la existencia de Dios. Mi trabajo consiste en encontrar un marco de referencia para comprender el universo que nos rodea).
  • “I think the universe was spontaneously created out of nothing, according to the laws of science. The basic assumption of science is scientific determinism” (Creo que el universo fue creado espontáneamente de la nada, según las leyes de la ciencia. La afirmación básica de la ciencia es el determinismo científico).
  • “Do I have faith? We are each free to believe what we want, and it’s my view that the simplest explanation is that there is no God. No one created the universe and no one directs our fate. This leads me to a profound realisation: there is probably no heaven and afterlife either. I think belief in an afterlife is just wishful thinking” (¿Tengo fe? Cada uno de nosotros somos libres para creer lo que queramos. Mi opinión es que la explicación más sencilla es que no existe Dios. Nadie creó el universo y nadie dirige nuestro destino. Esto me lleva a una profunda convicción: probablemente no existe el cielo ni tampoco vida después de la muerte. Creo que la creencia en la otra vida es solo una ilusión).

Como buen británico, Hawking no es, al menos en apariencia, un tipo dogmático. Acompaña sus afirmaciones con adverbios del tipo probablemente. Reconoce que los seres humanos somos libres para creer lo que queramos y que no es un ateo agresivo que sienta la necesidad de combatir la ignorancia de los creyentes. Se limita a compartir sus conclusiones científicas. Mientras leo sus páginas, tengo la impresión de sintonizar con lo que dice y, al mismo tiempo, de pensar que estamos en dos planos distintos. Hawking habla de Dios como de un ser impersonal que puso en marcha la compleja maquinaria del universo al comienzo del tiempo. Jesús, desde la cruz, se dirige a su Padre impetrándole el perdón para sus verdugos. ¿Estamos hablando del mismo Dios? ¿Estamos refiriéndonos a la misma realidad? Cuando Jesús habla de su Padre, ¿nos está hablando del “ingeniero” que diseñó la creación o nos está introduciendo en “otro” mundo que va más allá del formado por espacio y energía, los ingredientes básicos con los que se “cocina” (uso una metáfora empleada por Hawking) el universo? La ciencia y la fe, ¿hablan el mismo lenguaje?

No sé si este es el mejor modo de comenzar la Semana Santa. Me temo que no. Resulta un poco raro. Basta mirar a mi alrededor. Mientras tecleo estos pensamientos, los pasajeros de la cabina C –la amarilla–  dormitan, compran bocadillos y bebidas en la cafetería del buque o juegan con el móvil. Quizás hay dos actitudes básicas en la vida: la de quienes calculan y la de que quienes aman. El patrono de los primeros es, sin duda, Judas Iscariote. La patrona de los segundos es María de Betania. Ambos se acercan a Jesús de maneras diferentes. Basta leer con calma el Evangelio de este Lunes Santo. ¡Que Hawking nos pille confesados!

domingo, 14 de abril de 2019

Haced esto en memoria mía

Hoy, Domingo de Ramos, se lee en la Eucaristía el relato de la pasión de Jesús. Como estamos en el ciclo C, este año corresponde leer la versión de Lucas, el evangelista de la misericordia. Su larga narración está salpicada de pequeños detalles –ausentes en los otros evangelistas– que, en línea con todo su Evangelio, acentúan la actitud misericordiosa del Maestro: habla de la actitud de servicio al final de la cena, se prepara para su agonía (lucha) con una oración intensa, suda gotas de sangre, cura al soldado al que Pedro le ha cortado de un tajo una oreja, mira a Pedro con amor, perdona a los responsables de su muerte “porque no saben lo que hacen” (Lc 23,34), etc. Por otra parte, solo Lucas añade al final de la cena unas palabras de Jesús que han sido incorporadas a las plegarias que se recitan en la celebración de  la Eucaristía. Todos las hemos oído –y, a veces, escuchado– infinidad de veces: “Haced esto en conmemoración mía” (Lc 22,19). Estas palabras constituyen una invitación a hacer de nuestra vida entera una Eucaristía, una verdadera fracción, no solo un gesto litúrgico repetitivo e inocuo.

Este domingo celebraré la Eucaristía a las 10 de la mañana en la parroquia de Progreso, un pueblo grande a media hora de Montevideo. Cuando, al final de la consagración, pronuncie las palabras “Hagan esto en conmemoración mía” (en tercera persona del plural, como se acostumbra en Latinoamérica), me acordaré de todos los lectores de este Rincón dispersos por varios lugares del mundo. Me acordaré de quienes, en los próximos días, se van a entregar en cuerpo y alma al servicio pastoral de las comunidades en pueblos y ciudades. Pensaré en quienes van a participar en las celebraciones litúrgicas, a veces haciendo grandes esfuerzos debido a la edad o a la lejanía de los lugares de culto. No olvidaré a aquellos amigos que, por diversas razones, no van a sintonizar con el espíritu de estos días santos porque creen que no son para ellos, porque no les dicen nada, porque consideran que se trata de ritos insignificantes en una sociedad que desde hace muchos años camina en otra dirección. Oraré por quienes sufren en sus carnes una “semana santa” hecha de sufrimiento a causa de la soledad, la crisis, el vacío o la depresión.

La Eucaristía sintetiza la esencia de la Semana Santa. Celebrarla con fe nos introduce en el misterio del Jesús que acepta su pasión y muerte como consecuencia de una vida planteada a contracorriente de los valores de este mundo: el poder, la dominación, el prestigio, etc. Que algunos de los que lo aclaman en su ingreso triunfal en Jerusalén (¡Hosanna al hijo de David!) lo insulten camino del patíbulo (¡Crucifícalo!) muestra a las claras la ambivalencia de todo ser humano, incluidos los que nos consideramos seguidores de Jesús. En pocos segundos podemos pasar del entusiasmo a la indiferencia e incluso al desprecio. Una fe que no ha sido acrisolada por la prueba no es más que una expresión de fanatismo o de rutina cultural. 

¿Cuántos bautizados reniegan de su fe al cabo de unos años? ¿Cuántos la viven como si fuera una mera costumbre que en estos días de Semana Santa se expresa a través de algunos ritos cargados de belleza y emoción? Cada vez que alguna persona me pregunta por qué los cristianos tenemos que participar en la Eucaristía no sé si reír y llorar. La respuesta me parece tan obvia que no admite muchos matices: ¡Porque la fe es Eucaristía! No es cuestión de ritos, sino de vida. Es el mensaje nítido que Lucas nos transmite en el largo relato de la Pasión que será leído hoy en todas las iglesias del mundo. ¡Ojalá hagamos “eso” en memoria de Jesús dejándonos tomar, bendecir, partir y repartir! Una vida, hecha pedazos, pedazos de Eucaristía, es el modo mejor de participar en la pasión y muerte de Jesús. ¡Bendita Semana Santa para todos!