Llevo diez días sin aparecer por aquí. No he encontrado tiempo para compartir algo de lo que voy viviendo. Parece que hoy el ritmo se ha lentificado un poco, antes de que mañana vuelva a acelerarse. Aprovecho para teclear una entrada rápida. En mi repaso diario de la prensa digital he leído un artículo que confirma algo que vengo observando desde hace años: está emergiendo la generación muda. Los jóvenes ya no llaman por teléfono ni quieren ser llamados. Parece una paradoja, si tenemos en cuenta que es una generación pegada al móvil como aquel hombre de Quevedo (o sea, Góngora) que estaba pegado a una nariz. ¿Quién no aprendió de memoria aquel soneto que comenzaba así: “Érase un hombre a una nariz pegado, / érase una nariz superlativa, / érase una alquitara medio viva, / érase un peje espada mal barbado”?
El móvil de un joven sirve para casi todo, excepto para hablar. Leo en el mismo artículo que el 81 % de los millennials confiesa sentir ansiedad antes de hacer una llamada. Para evitar el conflicto ni siquiera llegan a marcar el número. Algunos padecen un miedo intenso a hacer o recibir llamadas, como si se les hiciera cuesta arriba la comunicación con otra persona en tiempo real.
Creo que no es solo asunto de la generación joven. También los adultos estamos perdiendo el arte de la conversación y los tiempos y espacios para cultivarlo. Es como si todos nos estuviéramos volviendo un poco ogros sociales. Hemos aprendido a sustituir las conversaciones largas y distendidas por rápidos y a menudo insustanciales mensajes escritos. O por audios breves que sustituyen a las antiguas llamadas. Decimos que lo hacemos para no invadir el espacio de la otra persona, para ahorrar tiempo y para ir al grano.
Son las excusas que nos damos a nosotros mismos y a los demás para no confesar que nos da miedo -o, por lo menos, pereza- relacionarnos con los demás, compartir sus alegrías o penas y asumir el coste emocional que eso produce. De aquí a la incomunicación total hay pocos pasos. La “generación muda”, emocionalmente analfabeta y lingüísticamente limitada, ya ha enseñado el hocico. ¿Es esto el preludio de una deshumanización irreversible?
Si “hablando se entiende la gente”, se colige que no hablando se distancia y se malinterpreta. Lo vemos en el ámbito social y me temo que también en el familiar y comunitario. Cada vez absorbemos más tiempo para nosotros hurtándolo al tiempo dedicado a los demás. Luego nos quejamos de una mala salud mental o buscamos aliviaderos en el consumo digital y otras adicciones más o menos permitidas.
Soy un partidario confeso de las conversaciones, tanto presenciales como, si es necesario, telefónicas. Solo conversando nos encontramos de verdad, disipamos dudas, fortalecemos las relaciones y nos apoyamos mutuamente en la dura lucha de la vida diaria. Una de dos: o nos volvemos mudos de verdad o abandonamos la dependencia de los dispositivos digitales y empezamos a usarlos solo como instrumentos y no como ídolos que exigen nuestra completa rendición. Por cierto, si puedes rezar con un libro, no lo hagas con un teléfono móvil. Pregunta a los que saben de estas cosas.
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