jueves, 1 de diciembre de 2022

¿Solo uno de cada diez?


Hace poco más de una semana leí que, según el último barómetro del CIS (Centro de Investigaciones Sociológicas de España), solo uno de cada diez jóvenes españoles entre 18 y 24 años se declara católico practicante en un país en el que la Iglesia, a pesar de sus muchas limitaciones, se esfuerza por ser una comunidad evangelizadora. El porcentaje es incluso más bajo (solo un 8,9%) entre quienes tienen 25 y 34 años. No sé si estas encuestas “oficiales” miden de manera fiable la realidad juvenil, pero no hace falta ser sociólogo para darse cuenta de que -como ya he escrito en varias ocasiones- estamos ante la primera generación incrédula, como advirtió hace años el teólogo italiano Armando Matteo. 

Yo no me quedo con los brazos cruzados. Me hago preguntas y busco respuestas. ¿Qué pasa con esos chicos que van por la calle con zapatillas deportivas blancas, una sudadera con capucha y el omnipresente móvil en la mano? ¿En qué piensan las chicas que visten casi igual y que se reúnen los fines de semana en grupos sin dejar de mirar cada una a su propio móvil mientras beben un calimocho en cualquier parque de nuestras ciudades porque no tienen dinero para ir a una discoteca o a un bar? No lo sé. Reconozco que no tengo muchas experiencias de diálogo tranquilo con jóvenes de esta franja de edad. No sé lo que piensan acerca de Dios, de Jesús o de la Iglesia. Quizás no tienen nada en contra. Se trata probablemente de realidades que no entran dentro de su radio de acción. La cuestión religiosa, a diferencia de la sexual o la laboral, no ocupa ningún lugar en las series juveniles ni tiene ninguna relevancia en el discurso público. Y ya se sabe que “de lo que no se habla, no existe”.


Me gusta lo que está haciendo el joven sacerdote Alberto Ravagnani en Italia. Por edad, sensibilidad y entusiasmo ha logrado conectar con los jóvenes de esta generación. No está con ellos como si fuera un animador social, un profesor o un militante político. Los escucha y acompaña como sacerdote. No se escandaliza de sus preguntas ni de sus prácticas. Les habla de Dios y de Jesús como quien está convencido de que no hay nada mejor que le pueda pasar a un ser humano que el encuentro con quien puede dar sentido pleno a la vida. No vive su ministerio de manera tímida o vergonzante, pero tampoco impone nada. Ha descubierto que lo esencial de la evangelización consiste en estar, escuchar, proponer y acompañar. Cree en la pastoral de las distancias cortas y asume los riesgos que comporta. 

Es muy probable que en España y otros países haya sacerdotes, religiosos (as) y laicos que hacen algo parecido, aunque no conozco de cerca muchas experiencias. Ellos tendrían que ayudarnos a comprender mejor qué está sucediendo con esta generación antes de que nos embalemos en juicios apresurados que no llevan a ninguna parte.


Sin ser un experto en pastoral juvenil, veo un secreto enlace entre la adicción al teléfono móvil (y todo lo que ella comporta) y la dificultad para escuchar la “música callada” que suena en el interior de todo ser humano. Además, tengo la impresión de que la pandemia ha golpeado a estos jóvenes con inusitada saña. Los ha aislado. Les ha robado la confianza en que la vida siempre se abre paso. Les ha oscurecido el presente y el futuro. Les ha hecho ver que su formación esmerada no les va a servir para hacerse ricos. Los ha sumido,  en definitiva, en una especie de resignación que solo encuentra paliativos efímeros en el consumo y el entretenimiento. ¿Qué Dios (si es que esta palabra tiene todavía algún significado para ellos) puede permitir que la humanidad esté viviendo un extravío semejante en el primer tercio del siglo XXI, el siglo más evolucionado de la historia? 

Es verdad que los avances tecnológicos son espectaculares, pero no producen por sí mismos la alegría de vivir que todavía se encuentra en civilizaciones menos colonizadas por la técnica y el consumo. ¿Tendremos que tocar fondo (como ha sucedido en otras épocas de la historia) para empezar a intuir que se puede vivir de otra manera? El problema no es que solo uno de cada diez jóvenes se declare católico practicante. El problema es que aceptemos la indiferencia y la resignación como enfermedades inevitables y hayamos renunciado a compartir la alegría del Evangelio. Quienes se arriesgan a hacerlo comprueban que hay más acogida de la que uno hubiera imaginado. Yo me apunto a la pastoral de las distancias cortas y del riesgo.



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